Érase que se era un ratón de campo que se comía mi jabón.
Hace mucho tiempo era costumbre, en años de magra cosecha, aprovechar el aceite de oliva inservible para elaborar jabón.
Removíase la mezcla en grandes barreños de cerámica vidriada.
Añadíase aceite de laurel y otro ingrediente que no recuerdo ahora, quizás glicerina. Batíase con palos largos de madera de avellano y la fuerza de los labriegos brazos. Y, ¡oh milagro!, ya estaba saponificado el aceite.
El mejunje se trasvasaba a cajones de madera,
que eran apilados y puestos a desecar en las naves
donde se entrojaba el grano. Cuando endurecía del todo era cortado con serruchos, primero en barras alargadas y luego en tacos.
Era un jabón muy bueno y sano.
Una mañanita de verano, al asearme en mi tocador
con aguamanos de jofaina y palangana de porcelana,
advertí en mi mendrugo de jabón huellitas de uñas y
roeduras de dientecillos. Y así día a día y noche a noche de un estío calefaciente.
Tracé un plan, que ejecuté en la alta noche de la luna llena de agosto
mientras velaba quieto y a oscuras. Sonar las dos en el reloj del salón
y oír que el ratoncillo roía en mi jabonera fue todo uno.
Era rabilargo y morripelúo. Preciosísimo. Le dejé hacer sin moverme.
También los ratoncillos son hijos de los dioses.
Tardé en dormirme y lo hice pensando en que apenas sí faltaba un rato
para la llegada del agua por la gran acequia, pues aquella amanecida era nuestro turno de riego.
El capataz me despertó a las seis y media con la contraseña convenida.
Tres pedrejones contra mi balcón.
A la noche siguiente corté a navaja el jabón de aceite en dos cachos parejos. Uno para el ratoncillo y otro para mí, que guardé en la mesilla de noche,
con el orinal, la linterna, un ovillo de hilo de bramante,
el libro de las aventuras de Guillermo Brown de la editorial Molino y...
una foto de Silvana Mangano en “Arroz amargo”, recortada de la revista Fotogramas. El animalico mordedor entendió mi propuesta. Él no debía comerse mi pedazo ni yo lavotearme con su trozo. Ambos cumplimos como caballeros.
Llegado que fue el tiempo de volver al colegio, bien pasado el veranillo del membrillo, el ratón estaba tan cachigordete que se le juntaban las mantecas. Yo estaba flaco como siempre, tostado y vivo. Triste por la vuelta a la capital, más contento con mi secretillo.
Realmente enternecedor. Está escrito con ojos de niño pero con una prosa ajustada y clásica.
ResponderEliminarMe trae gratos recuerdos de la niñez. He disfrutado mucho leyéndolo.
Elena
¡QUÉ BUENÍSIMO RATO VENGO DE PASAR LEYENDO ESTE CUENTO!.GILLERMO,LA MANGANO, EL RATON CABALLERO...ESTE HOMBRE VIVIÓ LO MISMO QUE YO DE NIÑO. ME ANIMARÉ A LEER MÁS COSAS DE ÉL.
ResponderEliminarSí que me gustó este pequeño relato, de nuevo volví a ser una fantasiosa niña.
ResponderEliminarUn saludo.
Me maravilla tu buen gusto por la palabra y tu inteligencia.
ResponderEliminarTe beso