(del álbum familiar ¿Quién seré yo?)
Mi
barrio de entonces era gris y triste y el colegio era triste y gris y los
locales y comercios del barrio eran oscuros y grises y la iluminación de las
calles era escasa y gris.
No
existían tiendas lujosas al uso de hoy sino carbonerías (“se vende antracita,
hulla, lignito, turba y cisco para los braseros y leña para las calefacciones”)
cacharrerías, mercerías, quincallerías, verdulerías, cristalerías, fumisterías,
panaderías o pastelerías. Hablando de pastelerías mi preferida era Hesperia, en
Goya, regentada por dos damas de buen porte que me recordaban a la tía Ana
María, casada con mi tío Vicente, hermano de mi padre, quien en su juventud fue
novio de Isabelita García Lorca, hermana del poeta, según ella misma cuenta en
sus memorias.
La
otra pastelería frecuentada por mí era Luanje, en mi propia calle de Claudio
Coello. Me gustaban sus palmeras con mermelada glaseada y sus bambas con nata
así como los caramelos llamados Pez. En cambio la confitería Neguri, en Claudio
Coello, siempre me pareció “excesiva”. Su dueño, un “finolis”, se negó una vez
a entregarme unas tartas capuchinas que había encargado mi madre. Me espetó en
plena calle con voz atiplada que “mis capuchinas no se montan en un
seiscientos”. Palabra que sucedió tal y como lo cuento.
En la pastelería Formentor, en Hermanos Miralles casi esquina a Goya, compraba ensaimadas. La calle Hermanos Miralles se llama ahora General Díaz Porlier. Ni sé quién fue éste, ni quiénes aquellos. Me importa un comino.
En los años del hambre, el pan estaba racionado. Y ya se sabe que“donde falta el pan, sobran los decretos”. Mi padre traía a casa, día tras día, una barra de pan blanco que le daban en la Dirección General de Seguridad.
Claudio Coello, mi casa, era un hogar cálido que funcionaba bien. Era tranquilo y la vida en él, y fuera de él, previsible. La finca de Claudio Coello 38 pertenecía al dueño, al casero, apellidado Blanco, quien tenía una fábrica de máscaras antigás en la provincia de Segovia. Cuando vio que, terminada la guerra, el negocio se extinguía planeó nada más ni nada menos que fabricar un coche, del que llegó a hacer un prototipo y cuya marca comercial iba a ser DAGSA. Recuerdo a Manolo el portero de Claudio Coello lijando con una lima de metal las letras para la carrocería de lo que sería el primer coche DAGSA que, evidentemente, nunca circuló por las precarias carreteras de entonces.
En la casa de vecindad de Claudio Coello 38 nunca pasaba nada estridente o al menos uno no se enteraba. Las familias eran siempre las mismas, todas en régimen de inquilinato. Nadie dejaba de pagar el alquiler, congelado por una ley que casi derrumba el barrio, ni siquiera las señoritas solteronas que regentaban una pensión, me parece que en el quinto piso. O sea que en nuestro vecindario las familias discurrían sin venir a peor fortuna, ni tampoco a mejor, puesto que nadie se mudaba de allí a pisos más lujosos en alquiler o en propiedad. Lo del derrumbamiento lo digo porque los alquileres congelados no permitían a la propiedad sufragar las más elementales obras de mantenimiento de los edificios.
En la pastelería Formentor, en Hermanos Miralles casi esquina a Goya, compraba ensaimadas. La calle Hermanos Miralles se llama ahora General Díaz Porlier. Ni sé quién fue éste, ni quiénes aquellos. Me importa un comino.
En los años del hambre, el pan estaba racionado. Y ya se sabe que“donde falta el pan, sobran los decretos”. Mi padre traía a casa, día tras día, una barra de pan blanco que le daban en la Dirección General de Seguridad.
Claudio Coello, mi casa, era un hogar cálido que funcionaba bien. Era tranquilo y la vida en él, y fuera de él, previsible. La finca de Claudio Coello 38 pertenecía al dueño, al casero, apellidado Blanco, quien tenía una fábrica de máscaras antigás en la provincia de Segovia. Cuando vio que, terminada la guerra, el negocio se extinguía planeó nada más ni nada menos que fabricar un coche, del que llegó a hacer un prototipo y cuya marca comercial iba a ser DAGSA. Recuerdo a Manolo el portero de Claudio Coello lijando con una lima de metal las letras para la carrocería de lo que sería el primer coche DAGSA que, evidentemente, nunca circuló por las precarias carreteras de entonces.
En la casa de vecindad de Claudio Coello 38 nunca pasaba nada estridente o al menos uno no se enteraba. Las familias eran siempre las mismas, todas en régimen de inquilinato. Nadie dejaba de pagar el alquiler, congelado por una ley que casi derrumba el barrio, ni siquiera las señoritas solteronas que regentaban una pensión, me parece que en el quinto piso. O sea que en nuestro vecindario las familias discurrían sin venir a peor fortuna, ni tampoco a mejor, puesto que nadie se mudaba de allí a pisos más lujosos en alquiler o en propiedad. Lo del derrumbamiento lo digo porque los alquileres congelados no permitían a la propiedad sufragar las más elementales obras de mantenimiento de los edificios.