sábado, 29 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo noveno)


(del álbum familiar ¿Quién seré yo?)


Mi barrio de entonces era gris y triste y el colegio era triste y gris y los locales y comercios del barrio eran oscuros y grises y la iluminación de las calles era escasa y gris.

No existían tiendas lujosas al uso de hoy sino carbonerías (“se vende antracita, hulla, lignito, turba y cisco para los braseros y leña para las cale­facciones”) cacharrerías, mercerías, quincallerías, verdulerías, cristalerías, fumisterías, panaderías o pastelerías. Hablando de pastelerías mi preferida era Hesperia, en Goya, regentada por dos damas de buen porte que me recordaban a la tía Ana María, casada con mi tío Vicente, hermano de mi padre, quien en su juventud fue no­vio de Isabelita García Lorca, hermana del poeta, según ella misma cuenta en sus memorias.

La otra pastelería frecuentada por mí era Luanje, en mi propia calle de Claudio Coello. Me gustaban sus palmeras con mermelada gla­seada y sus bambas con nata así como los caramelos llamados Pez. En cambio la confitería Neguri, en Claudio Coello, siempre me pareció “exce­siva”. Su dueño, un “finolis”, se negó una vez a entregarme unas tartas capuchinas que había encargado mi madre. Me espetó en plena calle con voz atiplada que “mis capuchinas no se montan en un seiscientos”. Palabra que sucedió tal y como lo cuento.

En la pastelería Formentor, en Herma­nos Miralles casi esquina a Goya, compraba ensaimadas. La calle Hermanos Miralles se llama ahora General Díaz Porlier. Ni sé quién fue éste, ni quiénes aquellos. Me importa un comino.

En los años del hambre, el pan estaba racionado. Y ya se sabe que“donde falta el pan, sobran los decretos”. Mi padre traía a casa, día tras día, una barra  de pan blanco que le daban en la Dirección General de Seguridad.

Claudio Coello, mi casa, era un hogar cálido que funcionaba bien. Era tranquilo y la vida en él, y fuera de él, previsible. La finca de Claudio Coello 38 pertenecía al dueño, al casero, apellidado Blanco, quien tenía una fábrica de máscaras antigás en la provin­cia de Segovia. Cuando vio que, terminada la guerra, el negocio se extinguía planeó nada más ni nada menos que fabricar un coche, del que llegó a hacer un prototipo y cuya marca comercial iba a ser DAGSA. Recuerdo a Manolo el portero de Claudio Coello lijando con una lima de metal las letras para la carrocería de lo que sería el pri­mer coche DAGSA que, evidentemente, nunca circuló por las precarias carreteras de entonces.

En la casa de vecindad de Claudio Coello 38 nunca pa­saba nada estridente o al menos uno no se enteraba. Las familias eran siempre las mismas, todas en régimen de inquilinato. Nadie dejaba de pagar el alquiler, congelado por una ley que casi de­rrumba el barrio, ni siquiera las señoritas solteronas que regen­taban una pensión, me parece que en el quinto piso. O sea que en nuestro vecindario las familias discurrían sin venir a peor for­tuna, ni tampoco a mejor, puesto que nadie se mudaba de allí a pisos más lujosos en alquiler o en  propiedad. Lo del derrumbamiento lo digo porque los alquileres congelados no permitían a la propie­dad sufragar las más elementales obras de mantenimiento de los edificios.

jueves, 20 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo octavo)




( del álbum familiar )

Escucho hoy un viejo disco de Alfredo Zitarrosa, el poeta y cantautor uru­guayo. Anoto aquí dos de sus pequeños y tímidos versos: en una de sus milongas, el estribillo dice: “y otra vez vuelvo a buscar por el ayer lo que nunca volverá”. También me ha susu­rrado Zitarrosa: “por esa misma cuesta marchó mi vida y mis años perdidos son mis heridas”.

Pienso si no es justamente eso lo que estoy haciendo en los últimos tiempos al escribir cuentos de infancia y de niñez. La nostalgia, la añoranza, y la melancolía del ayer, unidos a la llu­via gélida que no ceja de caer sobre un amor reciente y doliente, hacen que vuelva y vuelva hacia amarillos tiempos perdidos. En radio hispana FM, emisora hecha por y para inmigrantes de origen su­damericano, suena un bolero que dice “no me duele lo que perdí, sino lo que perderé”. ¡Qué jodido optimismo!

Hace un tiempo mi her­mano mayor ingresó, malamente enfermo, en el hospital de la Princesa de Madrid. En aquellas jornadas de preocupación y de familia he reflexionado, cosa que no había hecho nunca por ignorancia, sobre el funcionamiento de las clínicas de la Seguridad Social en este país de mis pecados. Mi juicio global de esta experiencia familiar con feliz final es favorable. A pesar de sus muchas imperfecciones, el sis­tema sanitario público funciona. Sorprendentemente, añadiría.

La circunstancia de que en una misma habitación convivan durante días enfermos de distinto origen y costumbres es enormemente compleja y aleccionadora. Los primeros días de estancia mi hermano tuvo como compañero de habitación a un hombre de cincuenta y tantos años con proble­mas cardíacos. Este buen hombre, de apariencia gitana, había recibido un tras­plante de médula espinal quince años atrás. Su mujer, gorda oronda y sonriente, alimentaba al enfermo con callos a la madrileña para almorzar y con fabada astu­riana para cenar, acompañados en ambos casos de oloroso chorizo.


An­teayer fue ingresado, en la misma habitación que mi hermano, un rumano que enseguida me contó que había tra­bajado de conductor de autobús en Bucarest. Sufría un infarto de corazón y el hombre me pidió ayuda para que la enfermera entendiera que necesitaba algún analgésico para calmar el dolor de sus rodi­llas, dañadas por la postura y el frío de su viejo oficio en su viejo país. No supe averiguar a qué se dedica en Madrid. Le acompañan su mujer y sus hijos. Son personas educadas y afables. Supongo que pensarán que España tiene una sanidad pública ejemplar.

Hoy escribo al filo de medianoche, después de un día agotador. Mi hermano primogénito está mucho mejor y quiero ahora rememorar cosas sueltas, que quizás tengan des­pués hilazón con el relato. O no, vaya usted a saber.

Atrás hablé de la cultura radiofónica que se escuchaba por los patios de mi hogar de Claudio Coello. He oído o imaginado una frase preciosa: “Viejas radios rezon­gan canciones”. Así lo recuerdo ahora.

Y ahora quiero recordar las tiendas favoritas de mi madre, todas ellas situadas siem­pre en el barrio, en nuestro barrio; Zorrilla, Zornoza, Fémina, ellas tres en la calle de Se­rrano. La Lencería Ideal estaba en Hermosilla nº 12. Las señoras de aquel entonces eran atendidas sentadas en cómodas sillas situadas detrás del mostrador, puesto que ir de compras era significaba “echar la tarde”. A mamá le gustaba la tienda Mily o Milly, que no estoy seguro, también en Serrano. Su iglesia favorita era la del Cristo de la Salud de la calle de Ayala, cerca de Embassy. No iba, por contra, a la parroqia de los Car­melitas, también en Ayala pero más allá del cruce con Velázquez.


Cuando tocaba dentista nos llevaba al doctor Codina, en Castellana núm. 12, hombre sabio con espejuelos sobre la nariz que preparaba los empastes para nuestras caries infantiles en un mortero en el que molía una amalgama con plata y mercurio y otros metales pesados y tóxicos. Afortunadamente, en mi caso, debían de tratarse de muelas de leche, porque no me queda ni rastro de tal práctica odontológica. Después del sillón del dentista era rito la me­rienda en Yago, donde yo pedía invariablemente un sandwich de jamón y queso, un batido de fresa y unas tortitas con nata y caramelo. En Castellana 12 vivía fa familia Wais y Piñeyro, rubios y de ojos claros.

Echo de menos a personajes como Vicente, el barman de la Yago, pequeña y esmerada cafetería que estaba en Goya, al otro lado del portal de la farmacia Bagazgoitia. O como los hermanos Pedro y Jesús, colchoneros, cuyos descendientes aún regentan igual comercio en el mismo local y con el mismo nombre. Partidas de póquer interesantes jugué, ya universitario, en la trastienda de la colchonería. Tampoco olvido otros lugares, en este caso fuera del barrio, como la Sas­trería Espada en la calle Caballero de Gracia, donde Don Lucas, el sastre, nos cosía trajes desde pequeños, bien cortados y con buenos tejidos. En la misma calle de Caballero de Gracia, muy cerquita de la avenida de José Antonio, estaba la Casa del Niño, especializada en ropa de niñas, adonde acudían mis hermanas. No sé si me confundo con otro comercio que se llamaba El Bebé Inglés, pienso que no. De mayores, las chicas de mi familia se vestían en Cebra.

Se me escapaba una entrañable tienda en Serrano, donde hoy florecen los comercios más lujosos de Madrid, en competen­cia con los de la calle Lista. Me refiero a Gallinópolis, granja que vendía polluelos de gallina. Era precioso ver los criaderos de piantes pollitos, con sus lámparas rojas que les daban calor. Ni que decir tiene que los hermanos nunca conseguimos llevar a Claudio Coello 38 un pollito. Ya sabéis, que­ridas lectoras, lo de “mi familia y otros animales”. Los Torres Rojas no admiten en sus casas animales que les hagan la competencia. 

Vuelve a mí la carencia y querencia de la yaya. Sagrario Ramírez Ra­mos estaba en Claudio Coello antes que yo llegara al mundo. Su presencia estoica de mujer entera llenó mi niñez. La yaya nos cui­daba con cariño y rigor, fruto de una reciedumbre de espíritu más que de ningún estudio, que no tenía. A veces intentaba leernos noticias del periódico, supongo que del YA, el diario de la Edito­rial Católica al que estaba suscrito mi padre. El Marca se com­praba en el quiosco y por la noche se subía el Informaciones, diario de la tarde. Pero la única suscripción fija era al YA. Nunca el ABC. La yaya empezó un día la dificultosa lectura de la noticia de un crimen, sílaba a sílaba, moviendo mucho los labios para pronunciar: “embarcó en Ávila...”. Yo caí en la cuenta de que en Ávila no hay mar ni barcos, y que las metáforas no pegan en la sección de sucesos de un periódico. Debía tratarse de un pueblo, el co­nocido como Barco de Ávila. Así lo comprobé y así lo fue.

No hay manera, ni humana ni divina, de agradecer a la yaya lo que hizo por todos nosotros, hermanos y madre y incluída. Su Emiliano, primer y único novio que tuvo, era miliciano y huyó por Perpiñán a Francia en el éxodo masivo que provocó la victoria del ejército nacional. Sagrario, a veces, lloraba en silencio. No volvió a mirar a ningún otro hombre pues siempre le guardó ausencia. Su fidelidad al novio republicano, a mi madre y a Claudio Coello 38, donde murió, fue sencillamente estremece­dora y su recuerdo imborrable. Alguien dijo que “hay olvidos que queman y recuerdos que engrandecen”.

domingo, 16 de octubre de 2011

Es la mujer un mar...














Es la mujer un mar...

Es la mujer un mar todo fortuna,
una mudable vela a todo viento:
es cometa de fácil movimiento,
sol en el rostro y en el alma luna.

Fe de enemigo sin lealtad ninguna,
breve descanso e inmortal tormento,
ligera más que el mismo pensamiento,
y de sufrir pesada e importuna.

Es más que un áspid arrogante y fiera;
a su gusto, de cera derretida,
y al ajeno, más dura que la palma;

es cobre dentro y oro por de fuera,
y es un dulce veneno de la vida
que nos mata sangrándonos el alma.


(Juan de Tassis, Conde de Villamediana.
Lisboa 1582-Madrid 1622) 

El poeta y dramaturgo Don Antonio Hurtado de Mendoza pintó su carácter en un romance a su muerte:
Ya sabéis que era Don Juan / dado al juego y los placeres; / amábanle las mujeres / por discreto y por galán. / Valiente como Roldán / y más mordaz que valiente... / más pulido que Medoro / y en el vestir sin segundo, / causaban asombro al mundo / sus trajes bordados de oro... / Muy diestro en rejonear, / muy amigo de reñir, / muy ganoso de servir, / muy desprendido en el dar. / Tal fama llegó a alcanzar / en toda la Corte entera, / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que no le adorara, / hombre que no le temiera.

lunes, 10 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo séptimo)



Hablando de radio recuerdo la importancia que tuvo en nuestras vidas un artista que vino de Argentina y que se llama o llamaba, pues ignoro si vive aún, Pepe Iglesias el Zorro. Fue una auténtica revolución y cambió el sentido del humor de aquella generación. Nos quedábamos despiertos hasta la hora en que la emisora, creo que la inevitable Radio Madrid, daba su programa que comen­zaba invariablemente con una cancioncilla que decía, después de una introducción con silbidos: “Yo soy el zorro, zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos, yo soy el zorro, señoras, señores, de mil amores, voy a empezar...”.
Hoy es un lunes cualquiera. Un día de lunes frío y desapacible. He dado un paseo, a paso rápido, y he recordado una frase que hace mucho tiempo leí en Fernando Pessoa, el portugués que más influencia ha tenido en la literatura de su país en el siglo XX. Decía de sí mismo Pessoa que “lo que soy es un sueño que está triste”. Yo, más que triste, lo que estoy es harto. Una vez oí decir a una señora perteneciente al pueblo soberano, en el mercado de la Paz, que “estoy hasta el c... de hacer mandaos”. Pues eso, que me he hartado de hacer “mandaos” desde hace la tira de años. Excluyo los primeros seis años de libertad. Desde que nací hasta que fui al colegio.




Pienso en algunas de las personas que conformaban el entorno humano de Claudio Coello, mi origen. La señora Bibiana, con su toquilla de gruesa lana negra, era la “pipera” que nos suministraba semillas de girasol y golosinas en Goya, casi a la puerta del Metro, muy cerca del quiosco de la señora Emilia, quien era una gran trabaja­dora, cuya hija se malcasó con un picador que no le dio buena vida pues le salió vago y bebedor. La señora Eulalia gobernaba la cacharrería de Claudio Coello. Buena gente.

Isabel la asistenta era un maravilloso ejemplar humano del barrio de Lava­piés, un verdadero arquetipo de madrileña castiza. Venía a diario a casa. Muy temprano ya estaba en casa, trabajando en sus faenas, y no se marchaba hasta  que servía nuestra cena, la de los pequeños. Isabel era per­sona mayor, enjuta y menuda, con un rodete a manera de moño en su pelo cano. Pronunciaba unos dichos madrileños que me tenían impresionado: “Hijo, me has dejado sin una gota de sangre en el bolsillo”, me advirtió un día. Otro: “Manuel María, lleva cuidado que tu hermana te va a levantar la tapa del pecho de un golpe”. Eran comentarios al hilo de nuestros juegos en el pasillo de Claudio Coello, para nosotros verdadero estadio olímpico. Tan es así que en una ocasión, jugando al fútbol, de certero pe­lotazo arranqué de cuajo un teléfono negro de baquelita colgado de la pared. Tenía dos campanillas exteriores para que repicara bien el timbre y era de la Standard Electric.
Una tarde hice una entrada a mi hermano pequeño al estilo de la defensa del Real Madrid, con tan mala fortuna que, al caer, se partió un brazo y necesitó de una pequeña intervención quirúrgica y escayola.





Otro personaje del marco familiar era Isabel Ramírez Ramos, hermana de nuestra yaya, Sagrario, ambas de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. Isabel Ramírez era soltera y servía a una familia en la calle del Conde de Aranda de nuestro barrio. Contaba confidencias graciosísimas de sus señores y de su señorito, que tenía un amigo piloto que traía piña tropical de Guinea. Era una verdadera fiesta la tarde que Isabel Ramírez venía a vernos con rodajas de piña fresca recién cortadas en­vueltas en papel de estraza. Hoy en día, siempre que puedo, sigo desayunando piña tropical fresca, que no de lata. Y papaya, “le­choza” en la dulce lengua de Venezuela. Que allá pronuncian “lechosa”.

Benita Hisado Ramos llegó a casa cuando yo tendría 9 ó 10 años para ocuparse de la cocina, puesto clave en la logística de un hogar de tantos hermanos. Si mal no recuerdo venía de trabajar en un bar-restaurante de Plasencia, Cáceres, y, con su “fichaje”, el nivel gastronómico de Claudio Coello mejoró notablemente. Otra tata, ésta oriunda de Noblejas, Toledo, se llamaba Victoria y sirvió en casa de doncella. Era simpática y muy dispuesta, como suelen ser las gen­tes de la provincia “del bolo”. También nos ayudó en casa, y mu­cho, Manoli Gegúndez Abuin, una gallega tímida y dulce que fue antecesora de la fiel Mely. Por medio anduvieron Basilisa y otras.

Atrás cité a un señorito. He de decir, sin complejos, que en las familias burguesas de aquellos años, era costumbre que las tatas tutearan a los críos hasta la edad de los doce años. Cumplida esa edad, justamente en el mismo día del aniversario, pa­saban a llamarnos de usted y de señoritos. Así llevé a cuestas semejante título hasta que, terminada la carrera y ocupándome ya de mi primer trabajo como abogado, fui “ascendido” a la dudosa categoría de Don y en ella me hallo.


Venga o no a cuento diré que me molesta el tuteo universal que hoy se ha impuesto. El tratamiento de Ud. no distancia nece­sariamente. Se trata de educación, respeto, cortesía, de consideración, no de distancia y menos de sumisión. Ahora bien, entre personas de parecida edad, el tratamiento de Ud. debe ser recíproco. No me parece equitativo que el “superior” o el “rico” tutee a un em­pleado o a un “pobre” o “inferior” y se ofenda si es correspondido. O am­bos de tú o ambos de Ud. Tampoco me parece de recibo que una enfermera de 25 años tutee a un venerable anciano semidesnudo mientras le introduce un tubo exploratorio por el recto.

domingo, 2 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo sexto)


( el autor con Ivonne )




Apenas sí servidor tenía obligación de hacer deberes o tareas. Mi padre jamás me preguntó por ellos, dado que yo llevaba invaria­blemente buenas notas a casa, notas que él apenas sí miraba. La costumbre de mi padre de no comentarme los resultados de mis distintas etapas escolares se mantuvo invariable, incluso cuando obtuve el premio extraordinario de licenciatura. Ni una sola palabra de aliento oí de su boca.

De niños nos llevaban al Teatro Infanta Beatriz a ver las matinés de Cholín y Tuercebotas. Algunos domingos íbamos a sesiones dobles en los cines, hoy desaparecidos, llamados Príncipe Alfonso y Colón, ambos en la calle Génova. A veces usábamos el metro, línea Goya, Velázquez, Serrano, Colón, Alonso Martí­nez, Bilbao, San Bernardo, Argüelles.

Cuando yo tenía cuatro o cinco años los hermanos que entonces llevaran la voz cantante decidieron ver una película sobre la vida del gran Caruso que proyectaban en el cine Carlos III. Notaron que yo me resistía y quisieron saber por qué. Expliqué que no me gustaban las películas de ópera. Mis hermanos se sorprendieron por juicio tan rotundo. Me preguntaron:

-“pero... Manuel María, ¿tú sabes qué es la ópera?”.

-Yo les dije: “la ópera son negros que salen y cantan y bailan”. 





Es evidente que me estaba equivocando con el jazz. Hoy en día confieso que me gusta mucho más el jazz que la ópera. Los discos de baquelita que había en Claudio Coello, anteriores al vinilo, eran de zarzuela y de revistas musi­cales, sobre todo de Celia Gámez. Recuerdo “El Águila de Fuego”, “Las Leandras” y “La Montería”. De 33 revoluciones, en formato llamado long‑play. Por allí andaban, ya en vinilo, el mambo de Pérez Prado y los boleros del viejo trío Los Panchos y cosas así. El Trío Calaveras no se cansaba de cantar “Por el camino verdeeee…que va a la ermita”




Madueño, hoy cura en Patagonia, y yo fuimos muy aficionados a jugar a los bolos americanos. Con doce o trece años lo hacíamos en la bolera del Carlos III (hoy sala de fiestas) o en la del cine Bilbao. También en la del cinema Benlliure. Después de jugar nos tomábamos en cualquier bar una cazuela de champiñones y otra de gambas al ajillo. Las Navidades eran gratas, a lo que con­tribuía la llegada desde Granada de vituallas que duraban más allá de las fiestas. Del cortijo de los abuelos en Martos, provincia de Jaén, provenían las alcuzas de aceite y de la finca de Granada los pavos vivos que llegaban en seras de esparto cosidas con har­pillera, de manera que los animales tenían la cabeza fuera. De­beré hacer un esfuerzo para recordar cómo se llamaba la agencia de transporte que estaba por Atocha. También arribaban orzas de barro con lomos de cerdo adobados enterrados en manteca del propio animal. Las monjas de Santa Clara y las de Chauchina nos enviaban ricos dulces de indubitado origen árabe. Los roscos de anís, los alfajores, los mantecados, los polvorones, los batatines, las yemas y otras golosinas no faltaban en nuestra mesa en los días de Navidad ni los mazapanes, alfandoques y turrones. Los pavos se “estabulaban” en uno de los patios de Claudio Coello, precisamente al que daban las cocinas y mi dormitorio.




Evito sofocos al improbable lector si aviso que he comprobado que harpillera se escribe con hache. Las monjas de Santa Clara eran y son las Clarisas capuchinas del Convento de San Antón de la calle Recogidas de Granada.

En una noche de Reyes de aquellos años tuve una experiencia preternatural. La pared de mi cuarto se iluminó y me invadió una emoción profunda. Era una luz tan hermosa como un atardecer de otoño. La luz se convirtió en un bienestar absoluto para mí. Al final devino en calabaza. Me dormí lleno de paz y armonía.

Que mi dormitorio diera al patio de los pavos, lo que objetivamente podría interpretarse como una mala orientación, era, sin embargo, divertido para mí por varios motivos. De pe­queño porque me permitía oír su gorgoteo extraño y el canto de algún gallo que también venía de la finca. De madrugada me des­pertaban las aves y yo, niño urbano, soñaba con el campo y sus exuberantes veranos. De más mayor, porque me permitía curio­sear por la ventana las actividades de las cocinas y sus fámulas.





Es­pecialmente las que trabajaban en la casa de los Durán, en el piso segundo, y que, quizás porque se decía que Don Florencio era un “mujeriego”, solían ser guapas y alegres. Una de ellas, malagueña y salerosa, me llevó algunas veces a un sotanillo oscuro que había en Goya llamado Los tres caballeros.
Gracias a ese patio de vecindad recibí una buena formación en la co­pla española que las radios difundían sin interrupción. La parte negativa eran las radionovelas, con guiones del escritor Guillermo Sautier Casaseca. Recuerdo “Lo que nunca muere” y “Ama Rosa” que duraban meses y meses, incluso años, interpretadas por el “elenco de artistas” de Radio Madrid. Por azares del destino un hijo del famosísimo autor fue amigo, años más tarde, de mi her­mano José Ignacio. Otro riesgo de los patios de mi casa era oír por obligación el consultorio de la Señorita Francis.