miércoles, 23 de mayo de 2012

En Islandia no hay hormigas



(ambas fotos están tomadas por mí en Reikiavik)


Nunca me he sentido más perdido que en Islandia. Me encontré desorientado, desabrido y descontentadizo. Siempre cercano a echar las patas por alto.

Me salvó de males mayores un cocinero granadino que, en el hotel en que me alojaba en Reikiavik, me preparaba cada anochecida,  con sabiduría y esmero, una docena de cigalas terciaditas nacidas en aquellos mares tan fríos y desangelados. Aun a riesgo de ser puesto en la picota por los mariscadores gallegos, dejo escrito aquí que nunca he vuelto a degustar unos crustáceos decápodos como los islandeses ¡Por estas que son cruces!

¡Ah! Otra cosa: puesto a ganarme enemistades carpetovetónicas, añado que el vino blanco y muy seco, pouilly-fumé, que tenían en aquel comedor me resultó gloria bendita.

¡Abajo la siempre presente, en nuestros lares, uva verdejo! En los restaurantes y bares de Castilla acostumbran a meterte el vino blanco de verdejo por las narices. Y lo malo es que esa uva tiene un inconfundible aroma a "patchoulí".

Otro ejemplo de "castellanismo necesario", expresión que tomo de Juan Ramón.



(ambas fotos están tomadas por mí en Reikiavik)

jueves, 10 de mayo de 2012

Si lo que cuenta es el tamaño



Sin remedio, que no lo tengo.

Me pregunta una lectora:
-¿Por qué no escribes de una vez por todas un libro gordo?
Como tampoco tengo propósito de la enmienda, voy a explicarme ahora.

Mi escritura está en la órbita de la “cortedad en el decir” y obedece a la estética de lo menos. Procuro escribir “a la pata la llana”.

Estas obritas mías evitan ocupar muchas horas de mis lectores, que a buen seguro las necesitan para otros menesteres más gratificadores.

Además, cierto pudor me impide publicar nada más extenso de lo que yo mismo acostumbro a leer. Mis ojos son un poquitín présbitas y mi ánimo de lector también está cansado. Y cada edad tiene su literatura apropiada.

A mis años cuesta menos leer poesía que prosa. Las novelas que merecen la pena, leídas fueron por mí cuando podía hacerlo a la luz de una vela. O con una linterna debajo de las sábanas, para eludir así la vigilancia materna en lo que al cumplimiento de los horarios escolares y familiares se refiere. Al día de la fecha no pienso despestañarme por leer grandes éxitos de ventas, a menudo mal traducidos del idioma sueco o del malgache, por poner un ejemplo. No estoy dispuesto a dejarme enredar por los cantos de sirena de grandes campañas publicitarias y mediáticas. No.

Así lo veo yo: si te gusta escribir y ya eres mayorcito, hazlo breve y lee poco. Si prefieres la ficción, toma algo de tu memoria, aunque no tenga trama ni desenlace. La memoria conserva lo que debe ser archivado y sabe más de ti que tú mismo. Tu caletre no podrá inventar nada mejor que lo realmente vivido por tu cuerpo serrano. Lo complicado, a menudo, es conciliar las ganas de vivir con los deseos de escribir.

Hace unos años me dio por editar algunas de mis cosas, en pequeñas tiradas de autor y no venales. Bien idos sean aquellos tiempos.

Por último, si lo que cuenta es el tamaño, junten mis improbables lectoras una docena de estos relatos, publicados o no, y tendrán un instrumento de buen porte.

martes, 1 de mayo de 2012

Cielos pintados con tizas de colores



Antes, cuando la infancia, pasé muchas tardes de domingo en la Casa de Campo de Madrid. Me oreaba y desentristecía bajo la luz de la capa de cielo velazqueño, frente a la silueta de la sierra madrileña.

En aquellos años, La Casa de Campo, que se abrió a la ciudadanía en la segunda República, continuaba cerrada al público. Los gerifaltes del régimen de Franco decían que quedaban sin explosionar bombas de mano y obuses y granadas y otros cohetes de la guerra incivil; mientras tanto, la utilizaban para su recreo.


Era emocionante, aunque nunca encontramos espoletas ni detonantes. Las trincheras de un frente de guerra son perfectas para jugar a la paz. Y a juegos de amor.

Mis hermanos y yo, en domingos y fiestas de guardar, usufructuábamos tan preciosa finca de fértiles tierras por invitación de los hijos de un ministro de Franco, amigos nuestros por ser compañeros del colegio de EL Pilar. En tan señalados días, después de comer, venía a buscarnos un inmenso Packard negro matrícula PMM (Parque Móvil Ministerial).


Los hermanos disponibles por parte nuestra éramos dos chicos y una chica, al igual que nuestros amigos. Mi tata se llamaba Sagrario y era de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. La de ellos se llamaba Sabina y no me acuerdo de dónde era, pero tenía acento asturiano.

A guisa de correspondencia a la invitación, nosotros llevábamos merienda para todos, chófer oficial incluido. Bocadillos de queso de bola y carne de membrillo, o bollos suizos con mantequilla y jamón de york, más un plátano y una onza de chocolate Matías López por barba.




Una tarde el ministro en persona me encaramó a horcajadas a su caballo a y me preguntó si estaba cómodo. Yo tenía siete u ocho años y era muy leído. Quise enfatizar mi bienestar y contesté que “incomodísimo”. Se acabó el paseo a caballo, aquella tarde y todas las del resto de mi vida. Si me hubiera limitado a contestar “muy cómodo”, igual termino de socio de un club hípico para pijos, en vez de afiliado al Atlético de Madrid, equipo que por entonces ganaba campeonatos de liga y todo.

Todavía conservo aquel carnet del Atleti, de piel granate y letras de purpurina de Casio, y también los recuerdos del enorme Packard negro, del olor a jara, a resina y a romero de los campos de sílice del Noroeste de Madrid y de mi yaya Sagrario, que en gloria esté, igual que su novio, miliciano que nunca volvió del exilio francés. Ella jamás tuvo ojos para otros hombres, pues siempre guardó ausencia de su Emiliano.




Del colegio rememoro ahora el solar, el patio norte, el central y el pabellón de ingreso. Y a D. Ramón, maestro de cocina y canaricultor de pro. Casi todo quedó atrás, o no existe. Como los alcornocales, algarrobales y almecinos de mi viejo parque de El Buen Retiro. Por no hablar de mis primeros amores de aquí, del barrio. O del mar, tan lejano.

Sagrario era honesta y leal. Entregó su vida a nosotros y entre nosotros murió. De ella aprendí que no siempre los vencedores llevan razón.

La foto de arriba es un fotograma de una película que rodé y protagonicé en la Casa de Campo. Se llamó "Un verano sin pájaros" y gozó de un cierto reconocimiento en el mundillo de los festivales de cine amateur formato super 8.