viernes, 28 de diciembre de 2012

GRANADA: Casería de Los Cipreses





A mi madre.

En la vega de Granada las fincas de regadío son conocidas como “caserías”. Mis abuelos maternos construyeron en la de su propiedad una casa‑cortijo al estilo andaluz. El predio se llamó con lógica y armonía “Los Cipreses”, pues a esa especie pertenecían los preciosos ejemplares que escoltaban el largo carril de entrada.

La casa se inauguró el 12 de septiembre de 1927 para acoger los festejos de la boda de mis padres, ya que a tal fin fue expresamente levantada. Mi madre me recordaba que ese día se conmemoraba el “dulce nombre de María”. Y yo rememoro ahora a mi madre, la persona más dulce que ha existido. Era toda generosidad, bondad y ternura. Vivió para los demás, nunca para sí. Pocos días antes de morir entré en su habitación. Muy débil ya, me dijo: “déjame mirarte a los ojos. Quiero saber cómo estás”. De su sufrimiento, ni una palabra.

Que las celebraciones fueron sonadas lo prueban testimonios escritos, fotografías y la tradición oral. La doble escalinata de la entrada noble a la casa no bastaba para acoger todo el vuelo de la cola del vestido de mi madre. Mi padre vestía el uniforme del cuerpo de Abogados del Estado, al que acababa de ingresar por oposición. Era el final de la dicta‑blanda de Primo de Rivera y Calvo Sotelo, más tarde llamado el “protomártir”, el gran jefe de mi padre.

Busco en mis viejas carpetas y separo una foto de aquel solemne día. Efectiva-mente, la cola del vestido de la novia desciende escalón a escalón y se arrastra por el jardín... la foto se acaba, pero no el vestido... También son ciertos mis otros recuerdos: hay pajes Luis XVI, con albas pelucas llenas de tirabuzones y también damas de honor, entre ellas tía María Luisa Rojas y tía Rafaela Martínez‑Cañavate Ballesteros, ambas con bucles y caracoles, esta vez naturales y oscuros, además de blancas redecillas a manera de casquetes en sus cabezas, abanicos plegados y ramos de flores. La tía Emilia Rojas es una de las damitas que lleva la cola. Las flores del regazo de la novia, mi madre, son nardos, mi flor y perfume favoritos. Mi padre es el más alto y moreno. Mi madre está pálida y... ¿asustada? Eran otros tiempos. Mi madre solía decir “entregué a vuestro padre mi voluntad en el altar”. Hablando de entregar a otros la voluntad de uno, tía Rafaela y tía Emilia profesaron en las Clarisas Capuchinas. La primera de ellas hizo mejor carrera pues llegó a Abadesa del Convento de Chauchina y tiene hoy abierto expediente para su canonización ya que es fama su muerte en olor de santidad.






En la fachada principal de la casa se lee “Año 1927”. Aquella casona sirvió a la perfección para las estancias veraniegas de mis primos los Rojas Montes y de nosotros los Torres Rojas, alternativamente un año cada familia. Parece ser que, antes de la guerra, los abuelos Rojas, mis padres y sus hijos ya nacidos, más tía Sole y tío Luis Rojas y los suyos pasaron juntos alguna “saison” estival en Los Cipreses. Por espacio es perfectamente verosímil, pues se trata de mansión grande con muchas estancias.

Mis padres, y mis tres hermanos mayores nacidos en Granada, trasladáronse a vivir a Madrid al término de la guerra. La mayor, Finita, había muerto antes de cumplir dos años y de que el siguiente hermano viniera al mundo. El resto de los hermanos “madrileños” no conocimos Granada sino como bello telón de fondo de nuestros veraneos en su vega. Cuando el ejército nacional dio el golpe de Estado contra el legítimo Gobierno republicano mi madre y sus hijos estaban pasando el verano en San Rafael, en la sierra de Madrid, en una casa, de nombre Villa Las Galgas, perteneciente a los marqueses de Zayas, uno de cuyos hijos, Carlos, rodando el tiempo se casó con Massiel, la cantante. En San Rafael se encontraban también los abuelos Rojas.

El 18 de julio del 36 mi padre trabajaba en Madrid. Se refugió en la legación de Bolivia, ésta fue allanada y él llevado preso a la cárcel de San Antón, en la calle San Bernardo. Meses después salió libre del trance y, vía Francia, pasó a la zona nacional, para ser destinado como auditor de guerra a Málaga. Mamá y los hermanos se aposentaron entonces en casa de los abuelos en la granadina avenida de Calvo Sotelo nº 12. En la familia se cuenta que un hermano le dijo a la niñera “¡Tantica qué roja eres...!”. Eso es precisamente una guerra civil, pues se inserta dentro de las propias familias y hasta los niños sospechan de sus tatas.

La casería, de regadío y con algunos marjales de secano para cereal, era labrada por el capataz de la finca, llamado Frasquito, con la ayuda de tantos jornaleros cuantos lo requirieran la estación y los cultivos. Su mujer, Ángeles, tenía un diente de oro y se ocupaba de tareas domésticas, que incluían amasar el salvado para las gallinas, recoger sus huevos y evitar que una perra mil razas llamada Cuqui me mordiera más de la cuenta. Aún hoy día, cuando desayuno mi ración de salvado, me acuerdo de Los Cipreses.

A principios de los años cincuenta, el trigo, la avena y la cebada se segaban a mano. La trilla se hacía con mulas, en eras preparadas a tal fin apisonando un rodal de tierra. La parva quedaba tendida en la era después de trillada y se aventaba con horcas para separar el grano de la paja. Luego se cernía aquél en cedazos. Algunas veces dormí en la era con los segadores. Tan exótica experiencia ha dejado en mí dos nítidas vivencias. La primera es que las picaduras de mosquitos de era son una buena pejiguera. La segunda, que las briznas de paja esparcidas al viento pican más que los mosquitos. Pero yo era feliz.

El ciclo del cultivo del cereal se cerraba en septiembre con la quema de los rastrojos. Tarea apasionante. Se elegía una tarde desventada y con rastrillos extendíamos el fuego estratégicamente por los cuatro costados de un haza. El olor a paja quemada me duraba días en el pelo. Por lo visto se siguen quemando rastrojos en zonas cerealeras de España y continúa también la polémica sobre si tal práctica es beneficiosa o perniciosa para la capa fértil del suelo. Útil no lo sé, divertido mucho.

Al llegar los de Madrid, con el servicio que nos acompañaba, se reforzaba el cuerpo de casa con la contratación de alguna moza de Maracena para servir la mesa y de señoras también maraceneras para lavar y planchar la ropa de vestir y de casa. La tarea no era fácil porque los niños de entonces, y no sólo las niñas, llevaban blusas de piqué con bodoques y cintas y, a veces, adornos de encaje y calados en la pechera que habían de ser almidonados y “encañonados” con tenacillas. Es verdad que tales perifollos tenían su límite de edad. A partir de los cinco o seis años, pantalones y blusas o nikys, calcetín blanco y sandalias, o bambas pirellis. No se me van de la cabeza los atavíos de nuestro primo menor, muy de niño eso sí, que terminaban sistemática-mente embarrados después de merendar y jugar. Por cierto que, cuando se trataba de fútbol, siempre le tocaba jugar de portero.




Volviendo a la servidumbre local debo contar el gran disgusto que me causó un incidente con una nativa de nombre Basilisa. El verano siguiente a mi primera comunión desapareció de mi mesilla de noche el típico reloj longines regalado por mis padrinos. No puedo reconstruir exactamente lo sucedido, pero sí recuerdo vívidamente a la Guardia Civil, el ambiente general de desolación y el estremecimiento que sentí cuando se comprobó que mi reloj estaba en el bolso de la interina. Se fue aquel mismo día de la casa y mis padres me aseguraron que no mediaría denuncia. Alguien echó la culpa a un mal novio, que andaba en malos pasos.

La casa‑cortijo, rectángulo enorme de muy bellas y simétricas proporciones, se cerraba con dos puertas. La principal daba acceso a la casa de los señores. En el extremo opuesto un portón servía de entrada a la de los guardeses, a los corrales de las aves y conejos, y a los establos de las bestias de labor. En el meridiano del gran recinto rectangular dos patios separaban nuestras dependencias de las dedicadas a graneros para el cereal, así como de un enorme secadero de tabaco y de la propia vivienda de los capataces. Hileras de naranjos, una morera de buen porte guiada de manera que los niños pudiéramos comer a su sombra, y dos grandes tilos, más grandes que los del famoso paseo de Berlín, ornaban el patio importante. Flanqueaban el lado este del patio arcos encalados medianeros con un frontón, que también servía para el fútbol, baloncesto o ¡el polo en bicicleta! La mía era una especial BH azul. Cuando se me quedó pequeña, se acabó mi niñez.




En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita emplazados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida en el nivel freático. Bajar de la plataforma donde estaba el motor al nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro del pueblo de Maracena. Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se errama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo. La leña era escasa y los guardeses utilizaban como tal las estacas secas de las plantas del tabaco. Merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era casero, supongo que a base de zaragatona.



(El autor en la Casería de Los Cipreses)

La vida que llevábamos en Los Cipreses era anárquica. Mi padre siempre nos dejó libertad de horarios. Nos acostábamos a las dos o tres de la madrugada y nos levantábamos a mediodía. En raras ocasiones yo ponía el despertador para, al tiempo de salir el sol, cazar pajaritos con escopeta de aire comprimido. En la familia se consideraba el sueño sagrado. No había tareas obligatorias. Ni piscina o alberca para bañarse. Tampoco pista de tenis. Ni deberes del colegio, pues entre los hermanos no había suspensos, si dejamos aparte a José Ignacio, de quien mi padre sentenció que “no se regía por el sistema métrico decimal”. Los estudios de las hembras no contaban. Mi padre creía que estudiar era cosa de hombres. En el caso de mis tres hermanas la teoría de mi padre no ha producido “daños colaterales”. Las tres llevan una vida plena, “se han realizado” como se dice ahora, y no han necesitado título universitario. Pero dudo mucho de que hogaño semejante hipótesis paterna pueda sostenerse. Cosa distinta es que la vida demuestra cuán difícil es compaginar maternidad y trabajo profesional competitivo.

Tan inexistentes eran las ocupaciones impuestas o programadas, que pasaron muchas vacaciones antes de que me llevaran a visitar la Alhambra. ¡Y yo que día sí y día también veía la fortaleza y palacio árabe perenne e imponente, debajo de las nieves perpetuas del Mulhacén y del Veleta, desde la gran terraza de mi habitación!

Es verdad que una vez fui con mis padres al balneario de Lanjarón, pueblo de la Sierra de Granada en el que estudió mi madre de niña, en un internado donde coincidió con Trini Jiménez Lopera, hija de un amigo de mi padre que hizo gran fortuna con negocios de suministros de combustibles como arrendatario de Campsa. Doña Trini se casó, por aquello de que el dinero llama al dinero, con Alfonso Fierro Viña, hijo de Don Ildefonso Fierro. El viaje a Lanjarón fue un suplicio porque yo me mareo en coche y las curvas de la carretera a Lanjarón eran muchas y de muchos grados. En algún sitio debe estar la foto de aquel viaje. Se ve a un crío ojeroso y pálido (pues la palidez también se aprecia en blanco y negro) al borde de infame carretera, arropado por el guardapolvos de Miguel el chófer, con su gorra de plato bien calada y con pinta de haber vomitado tres minutos antes.

Hubo tres excursiones más. Una a Diezma, a la finca del tío Antonio García, casado con Trini Torres López, otra a Dúrcal, a la casa del tío Paco, y una tercera a Huétor‑Santillán, con tío Juan y familia que era de ¡trece hijos! Y no mucho más, en tantos veranos. Olvidaba que fuimos también a visitar a los Torres‑Puchol a Motril o Almuñecar. Recuerdo la sofocante impresión del calor húmedo del mar, tan diferente al seco de Granada capital, y que mi prima “Chini” era simpática. Los Torres‑Puchol son hijos de Don Valeriano Torres López, jurídico militar y hermano mayor de mi padre quien, según me cuenta Miguel Torres Rojas, fue ponente en el Consejo de Guerra que sentenció a los sublevados de Jaca y de tía María Luisa Puchol, hija de Don Antonio Puchol, notario de Madrid. El otro tío Antonio ya mencionado, el labrador de Diezma, fue secuestrado bien terminada la guerra por el “maquis”, concretamente por la cuadrilla de los hermanos Quero. A propósito, treinta años más tarde, la primera tata de mi hijo mayor se apellidó Quero y era de Granada. El rescate lo adelantó el abuelo Rojas y consistió en cien mil pesetas de las de entonces. Luego me referiré al “paseo” del tío Don Antonio Moreno, notario de Bujalance. Otra salvajada más de nuestra guerra.

Cuando escribo esto pienso, por un lado, que no tengo noticia de que ningún familiar tuviera problemas con “los nacionales”. Por otro, que mis convicciones antifranquistas y liberales deben ser culturales y racionales, ya que no genéticas o hereditarias. Pero la vida es así. Nunca me gustó la derecha rancia y ultraconservadora, ni sobre todo su obsesión por amasar dinero. Hay personas que se afanan toda su vida por ser los más ricos del cementerio. Tampoco aprecio sus hipócritas convenciones sociales y menos aún el fanatismo religioso que a veces la acompaña. Quede claro que no endoso a nadie de mi familia, y menos a los Torres Rojas, tales etiquetas que nada tienen que ver con los profesionales medio‑burgue-ses de la derecha ilustrada y librepensadora, esa burguesía que considera de pésima educación hablar de dinero, no sólo en la mesa de comer sino también en las reuniones familiares o sociales.

Todas las tardes venían a jugar los primos Rojas Montes. Solita hacía rancho aparte con mi hermana María Angustias. Los demás, chicas y chicos, mayores y menores, jugábamos a un juego apasionante que llamábamos “la lata”, creo que de genuina invención familiar, pues nunca he oído a nadie de fuera del círculo de los iniciados hablar de entretenimiento parecido. Si digo que es una variante del escondite no hago honor al juego granadino y desoriento a quien lo desconozca. Tiene algo de escondite, pero también precisa de rapidez de piernas y de buena vista y oído y además ¡se radia en directo! Muchas tardes felices nos deparó a todos los primos, a quienes se añadían con frecuencia Melchorito, de una casería cercana de al otro lado de la carretera de Jaén, Alfonsito, apodado “el niño de los conejos” quien pasó un verano de labriego a mozo de comedor, y algunos otros chicos mayores que yo. En la casería de “Los Doscientos” no había críos, ni tampoco en la de “Los Arcos”.





Si queríamos baño, las opciones eran “La Sartenilla”, casi enfrente del estadio de Los Cármenes del Granada F.C., o bien ir a una alberca con ranas y tritones en la casería de Melchorito o hacernos doce kilómetros en bici hasta la piscina de los ingenieros de la presa del Cubillas, en donde conocí y traté a los hijos de María Dolores Pradera y Don Fernando Fernán‑Gómez. Fernán‑Gómez es para mí uno de nuestros artistas e intelectuales más completos de la segunda mitad del siglo XX. Recomiendo la lectura de sus “Memorias del tiempo amarillo”. Con el tiempo la prima Elenita Ballesteros construyó una espléndida piscina en su casería, en la carretera de Pulianas, con depuradora y agua azul a ras del borde, “comme il faut”.

Al cerrar la noche, después de “la lata” y la merienda, el chófer de la abuela Emilia se llevaba a los primos y empezaban a llegar otros familiares adultos, para la tertulia con mis padres. Antes de contar tales charlas, quiero mencionar un episodio que nunca he entendido. Un anochecer cualquiera, mis primas favoritas Isabelita y Quica Rojas, alegres y simpáticas hasta decir basta, cumplido el rito del juego diario, me invitaron a su casa de la avenida de Andaluces. El plan era cenar y pasar la noche allí. Yo tendría ocho o nueve años y acepté, supongo que con el permiso de alguien, probablemente de la yaya Sagrario. El caso es que, terminada la cena, se presentó el chófer de la abuela a buscarme con la instrucción paterna de devolverme a Los Cipreses. La orden fue acatada y sanseacabó.

Es verdad que tía Sole y papá no se caían muy bien, posiblemente por ser ambos de aguzado ingenio y mandones. Pero... sigo sin saber qué guerra subterránea llevó a mi padre a perder las formas. Los abuelos maternos vivían aún y, claro está, no había herencia de por medio, por lo que la mutua ojeriza no podía tener raíces económicas, que luego vendrían, aunque sin pasar a mayores. Supongo que eran rivalidades antiguas, provincianas e irracionales.

La vespertina tertulia de los mayores era diaria, variada en su composición y temas e itinerante. Esto último porque, según la climatología del momento, se podía reunir en la plazoleta del jardín, o en la de las tinajas, en el porche de la entrada principal o en el gran salón de la planta baja. Estaba abierta a tres generaciones: la de mis padres, la de los sobrinos mayores y la de los adolescentes. Eran habituales los hermanos Torres López residentes o de visita en Granada, los primos Moreno Torres, las primas Ramos Torres, las Morales etc... Tía Pepita, viuda, y Pilar Ramos pasaban además temporadas con nosotros, en Los Cipreses y en Madrid. Por cierto que, guerra civil de por medio, ser viuda era frecuente; varias de mis tías lo eran y con mérito, pues sacaron adelante a sus familias con esfuerzo y provecho ejemplares.

El caso de los Moreno Torres es paradigmático. Asesinado el padre, notario de Bujalance, en la guerra, la tía Rosario se encontró viuda con siete hijos varones. Se pusieron a estudiar con responsabilidad y método y terminaron todos con grandes carreras y empleos; uno es Notario, otro Jurídico Militar, otro Ingeniero de Caminos, otro Registrador de la Propiedad, otro Corredor de Comercio y Fiscal, otro Inspector de Hacienda, etc. En Granada eran conocidos con cariño y admiración como los mono‑sabios, creo que porque su belleza masculina era inferior a su inteligencia, voluntad y aplicación para el estudio. Son personas excelentes. Miguel ayudó siempre a mi padre administrándole algunas propiedades. Con Vicente me ha unido siempre una afinidad especial. Estudiaban en pijama, pues no había trajes para todos, y los que había no podían desgastarse. Algunos han formado familias muy numerosas, con once o doce hijos. Eran y son amenos, ingeniosos y terribles polemistas. Pero eso es común a todos los Torres: se cuenta de algún tío, o de mi padre, que llegaba a las tertulias ya iniciadas diciendo “decidme de qué se trata, que me opongo”. En el lado Rojas es buen conversador Luis, el primogénito, mezcla aventajada de cosas buenas del abuelo y del tío Luis.

Otro rasgo característico de los Torres, educacional entiendo, es que no quieren perros en sus casas. Cuando el menor de los Torres Rojas, de nombre Valeriano como su abuelo, hizo la primera comunión, Pepe Ramos tuvo un gesto de valentía y le regaló una preciosa cachorra de pastor alemán, bautizada como Ivonne. Aquel verano la cachorrita fue la estrella y comprendí que se puede querer muchísimo a un perro, y que éstos se lo merecen por el cariño y fidelidad que nos procuran. Como no podía ser de otra manera, tratándose de mi familia y otros animales, que diría Durrell, la experiencia terminó mal: se acabó el verano, se decretó que el perro no podía vivir con nosotros en el piso de Claudio Coello y nos fuimos tristes, sin perro, y al colegio. Peor fue la vuelta a Granada al año siguiente. Ivonne estaba flaca, su mirada y su pelo sin brillo y... peor aún, estoy convencido que el nuevo guardés que había sustituido a Frasquito había zurrado a la pobrecilla, que se mostraba huidiza. Hambre supongo que no pasó, pues dejamos dinero para su manutención. Pero... tampoco desdeño la hipótesis de que nuestros ahorros fueran malversados y gastados en vicios. La parte buena de esta triste historia es que yo he aprendido a querer a los perros más que a muchas personas deshumanizadas. He tenido quince años conmigo a un caniche enano que sólo me falló en el cuarto ejercicio para Notarías. Ahora tengo la perra más bonita, buena y fiel del mundo. Aquél se llamaba Gustavo y ésta, una preciosa y blanquísima jack russell terrier, responde al nombre de Clara.

Siempre fui niño de mal dormir. Leía por la noche hasta las tantas. Primero a Salgari, Richmal Crompton, Walter Scott, Agatha Christie, la colección Araluce de cabo a rabo, Jack London, H.G. Wells... Enseguida, todo lo que había en la biblioteca de la casa de Madrid: desde Armando Palacio Valdés a Blasco Ibáñez, pasando por Pérez Galdós, Pedro Antonio de Alarcón o Pereda. Me daba igual Currito de la Cruz, que Cañas y Barro, Trafalgar o la Casa de la Troya. También me apasionaron las “Mil y Una Noches”, versión de Blasco Ibáñez. El reloj de campanadas del gran salón de la planta baja de la casona me anunciaba muchas madrugadas. Y yo leía y leía... a François Mauriac, Sommerset Maughan, Harry Stephen Keller, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Axel Munthe, Graham Greene, Edgar A. Poe, Dostoyewski o Tolstoi.

Cuando cogí el tifus, calificado eufemísticamente de “fiebres paratíficas”, la temperatura me subía por la noche hasta casi el delirio. El médico dijo que me había infectado por no lavar bien la fruta. Ni bien ni mal, pensaba yo. Si coges de la huerta una ciruela claudia o unas azufaifas, o un caqui, o una granada, ¿dónde las lavas? ¿en la acequia de aguas marrones o en el estanque donde se hacía pudrir el lino antes de llevarlo a la fábrica? Viene a cuento decir aquí que me acostumbré a cavar y sembrar con mis manos un pequeño trozo de huerto, lo que hacía nada más llegar a Granada, a finales de junio. Aprendí a utilizar la azada y el almocafre, a regar conduciendo el agua por las compuertas y sifones de las acequias y a sembrar patatas y tomates, pimientos y judías verdes, plantas todas que requieren, ya crecidas, ser guiadas con cañas para que enrecien bien y no se doblen con el peso de los frutos. Una vez pasé miedo porque me metí por unos conductos subterráneos que salvaban un ancho camino, llevando el agua de la acequia de sifón a sifón. Vi y sentí sapos, tortugas y culebras de agua. Pero no obré bien, pues aún puedo recordar aquella angustia y aquella claustrofobia.





El agua es muy importante en una vega y el sistema de riego herencia árabe. El agua, siempre escasa, se administraba por una comunidad de regantes. En verano llegaba a nuestra casería un par de veces al mes. El administrador del sistema, del pantano del Cubillas, avisaba el día anterior la hora de nuestro turno de regar. Igual tocaba de madrugada que al caer la tarde. Frasquito siempre me avisaba y yo siempre le ayudé, aunque en inferioridad de condiciones pues no tenía ni botas de agua ni sus manos y experiencia.

Mi madre prefería el verano de Los Cipreses al de Campoamor. Mi padre justamente lo contrario. Para ella la casería representaba la cercanía de su mundo infantil, y también la de sus padres, que vivían en un piso maravilloso lleno de salones con muebles de estilo, cuartos de estar art‑decó, despachos modern style y galerías y miradores acristalados. La despensa era enorme y repleta de especias para sazonar y de plantas aromáticas y hierbas de guisar para mí desconocidas. La pimienta blanca y la negra, el clavo, la nuez moscada, el comino, el hinojo, la menta, la albahaca, la alcaparra, el alcaparrón, el orégano, la hierbabuena, la hierbaluisa, el azafrán, la canela o el estragón eran condimentos generosamente empleados en la casa de Calvo Sotelo. Las matas o ramas de laurel, de tomillo y romero colgaban de escarpias en las paredes. La abuela siempre tomaba el té con unos granos de anís y una “nube de leche” fría. El ama de llaves se llamaba Ángeles y Don Cecilio el contable. Los Rojas eran gente de dinero, con fincas en la vega pero también olivares en Jaén, fábrica de chacinas en Maracena y creo que con intereses en la azucarera San Isidro. Dicen que entre guerras exportaron con gran provecho azúcar de remolacha y productos del cerdo.

De la familia Ballesteros no me queda recuerdo histórico, sólo una vaga imagen de bellas y elegantes damas con pamelas de época y la sonoridad de un apellido cada vez más alejado para mis descendientes. Las tías Ballesteros tenían nombres rotundos, con personalidad: Visita, Asunción, Carmela y Rosa, que emigró a Buenos Aires. Parece ser que las tres familias pudientes de Maracena eran los Rojas, los Ballesteros y los Martínez‑Cañavate, clanes que, como no podía ser de otra manera, emparentaron entre sí. Por eso yo llevo todos esos apellidos, más los que provienen de la rama Torres.





Curiosa cosa es la dedicación de los Rojas y de los Martínez‑Cañavate a la cría del cerdo. Dos pequeñas anotaciones al respecto, según cuenta la tradición familiar. La primera es que el hermano mayor de mi abuelo, Don José Rojas, quien murió joven, pastoreó una vez una piara de ganado de cerda de quinientas cabezas desde Extremadura a Granada, con un grupo de jinetes tipo far‑west y él de caporal. Llegaron vivos trescientos cincuenta animales. Otra, que dice mucho del afán emprendedor de los Rojas, pero que no se compadece con su fama de ricos, es que se adelantaron a su tiempo abriendo, las veinticuatro horas del día sin interrupción, una tienda de chacinas en Granada capital. Durante el turno de noche, se descansaba en un catre debajo del mostrador. Esto último era común en el comercio, pero practicado por los aprendices. No sé qué hay de cierto en estas historias, pero yo doy más crédito a la primera que a la segunda.

Mi abuelo Enrique era elegante, siempre con chaleco y leontina, sombrero y bastón con puño de plata. Tenía los ojos azules, la tez muy blanca y el pelo rubio claro. Bien parecido, gustaba de tertulias y espectáculos. Dicen que era muy aficionado a las señoras. Una vez me llevó al Aliatar Cinema a ver una película clasificada 3‑R. Fue nuestro secreto. En la taquilla le dijo muy serio a la encargada que su nieto pagaría las entradas. Yo le miraba perplejo y él con la contera de su bastón tocó mi hombro y me llamó “mal pagaor”. Murió cuando yo tendría doce o trece años. Alguien me habló entonces de parientes ilegítimos. Cosas de pueblo, supongo.

Mi abuela Emilia fue toda una belleza de joven. De mayor diabética insulinodependiente. Presumida, siempre. Recuerdo al practicante hirviendo la jeringuilla, que tenía el émbolo azul oscuro, mirando al trasluz cómo la gota del fármaco asomaba por la punta de la larga aguja que había sacado de su cajita de acero brillante. Mi abuela suspiraba mucho y tenía mucha sorna. Mandaba en la casa y dejaba en paz a su marido. Debieron firmar un tratado de no agresión.

Doña Emilia vivía en un mundo coqueto y femenino, cuidada por una hija solterona y por un nutrido servicio doméstico. Cocinera, doncella, asistentas, planchadora, costurera. Los hombres de la familia no entraban en sus habitaciones, y mucho menos en su cuarto‑tocador o en su baño. Yo sí entré una vez en el gineceo de la abuela, seguramente por no contar oficialmente aún con uso de razón. Nunca he visto ni veré nada tan... genuinamente femenino. Centenares de potes, tarros y frascos de cremas, pomadas y polvos. Infiernillos para calentar tenacillas, bigudíes, una hilera de barras de labios, cajas y cajas de medias de seda, untes de brillantina para el pelo, tintes de todas clases... Los perfumes, franceses y en delicado cristal de roca, ocupaban una mesa entera.

Doña Emilia llamaba constante-mente a su hija solterona “Mariquillaluisa” y la atosigaba tratándola con sorna de “coneja” y “luchona”. La tía María Luisa murió con el juicio perdido y su mirada de niña. Todos sus sobrinos somos deudores del inmenso cariño que nos dio en vida.

Comer en casa de los abuelos era un ritual arábigo‑andaluz, refinado y de enorme variedad. El abuelo, en las comidas y en todo lo demás, hacía vida aparte. Comía, solo, a la una de la tarde. Mantel de hilo y encajes, flores en el centro, lavamanos de plata y cristal de bohemia. Jamón de las Alpujarras cortado con tijera en pequeños dados. Uvas moscatel peladas y sin pepitas. Chanquetes y boqueroncitos de Málaga. Su pescado favorito era la merluza blanca del Mediterráneo, en Granada conocida como “pescá de Almuñecar”. Como no había frigoríficos eléctricos, y hasta que se montó en Maracena una fábrica de hielo en barras, éste se bajaba de los neveros de Sierra Nevada, creo que en seras o espuertas a lomos de mulas. Don Enrique comía poca carne, apenas sí una chuletilla de choto al ajillo, o unos riñoncitos de corderito lechal. También sesos y criadillas rebozadas y fritas. Para postre prefería la fruta de la estación y de sus huertas, aunque también le vi tomar piononos de Santa Fe, o pastelillos llamados “felipes” y “bizcotelas”, que se compraban en La Campana o en los López‑Mezquita. Dormía un rato la siesta y se iba a su tertulia, me parece que en el Centro Artístico.

Antes de cenar, si el tiempo y la estación eran propicios, Miguel el chófer le acercaba a Los Cipreses y allí la tertulia se hacía bajo una gran higuera, en un paseo de naranjos que estaba orientado a poniente. Charlaban y contemplaban la puesta de sol los notables de Maracena. A uno lo llamaban “El Cachorro”, a otro “Pepico el del Encerraero” y a otro tercero “El Pitute”.

Quizás compartió también tertulia con mi abuelo el cura del Cerrillo de Maracena, a quien mi padre años después ayudó a mantener la pequeña iglesia, a la que donó la custodia. Los domingos acudíamos a misa de doce al Cerrillo, que lindaba con nuestra finca, vía del ferrocarril por medio. Una vez me caí por un balate, que es el borde exterior de una acequia y me hice un chichón importante. La tata Mariana decidió poner un duro de plata de los llamados cabezones encima de uno de los raíles del tren. Pasó un tren, el duro se puso al rojo vivo y, envuelto en un pañuelo, me lo apretó contra el chichón. Aseguro que fue mano de santo, pues el bulto de la frente se redujo a la nada.



Familia y servicio íbamos en fila de a uno por las muy estrechas veredas que separaban las hazas de labrantía. Mis padres delante, mamá con velo negro o mantilla y quitasol y detrás todos los hermanos repeinados y endomingados. En la iglesia teníamos reclinatorios reservados, delante del pueblo soberano. Como quiera que estábamos en ayunas para poder comulgar, después de misa nos sentábamos a desayunar en el patio del café Zurita. Tejeringos y café con leche condensada marca “La lechera”, brebaje que llamaban “café a la clema”. Que la leche fuera condensada era, por un lado ineludible, porque no había vacas y, por otro, muy conveniente para no contraer las fiebres de Malta, endémicas en la zona y transmitidas por las cabras que se ordeñaban de puerta en puerta.

Los niños del pueblo llevaban el pelo al rape, y tenían marcas de cicatrices y heridas de peleas a cantazos. El acento maracenero es tan duro que era casi imposible entenderlos. Una tarde mi hermana Emilia y yo aparecimos en bicicleta en Maracena, pero no por las veredas que atravesaban la vía del tren y llevaban a El Cerrillo, sino por la carretera de Jaén. Doblando la Curva, con mayúscula, a la izquierda se cogía un camino sin asfaltar que bordeaba una nave de adobe con un gran letrero pintado sobre la cal que rezaba “Fábrica de colas fuertes, gelatinas y pegamentos”. Por cierto que ese remedo de fábrica olía a muerto. Más exactamente, a burro muerto, porque con los huesos de los animales se hacían tales productos. O eso me contaron.

Aquella tarde llegamos a la plaza del pueblo, cerca del café Zurita, y me avergonzaron los zagales. Uno gritó “chacho, dile a tu prima que está más güena que un marrano”. Hoy comprendo que era un piropo, pero yo me sentí mal. En descargo de los críos de Maracena diré que mi hermana iba en pantalón rojo, lo que no se estilaba en la vega de Granada en los años cincuenta. Quiero decir que no se estilaba que las mujeres, cualquiera que fuera su edad, montasen en bicicleta ni mucho menos que usaran pantalones. También es cierto que Granada es conocida en el universo mundo por La Alhambra y por la mala fondinga de sus gentes. La “tierra del chavico”, decía mi padre. Hubo un tiempo en que, cuando estudié Derecho en la Complutense de Madrid, en ella predominaban los catedráticos granadinos. Supongo que la combinación entre tierra pobre, de mucha altitud media sobre el nivel del mar, poca industria y Universidad con solera histórica, dio lugar a brillantes generaciones de granadinos que coparon mi vieja Facultad de Derecho.

En septiembre, Frasquito el capataz y yo, con mis ocho o nueve años, nos íbamos a las ferias de los pueblos. Llegábamos en tranvía, pues Granada tenía una de las redes de tranvías más larga y densa de Europa. A propósito, mi padre tuvo no sé qué cargo en los Tranvías de Granada, S.A. Conocí bien Atarfe, Peligros, Pinos Puente, Gabia la grande y la chica, Armilla, en cuya base estuvo destinado Antonio Mérida casado con Carmen Ramos, Albolote, Alfacar y su pan blanco, Santa Fe... Para nosotros dos la feria consistía en llegar a media tarde al pueblo que festejaba a su patrono y meternos en el bar en donde Frasquito hubiera quedado citado con sus amigos. A mí me dejaban beber unos culos de cerveza La Alhambra, con aceitunas de tapa. Los hombres hablaban de las cosechas y de sus precios, que interesaban a Frasquito porque era aparcero y no simple asalariado de Los Cipreses. Allí, entre calendarios de la Unión Española de Explosivos y botellas de anís Machaquito, aprendí yo que los labradores siempre se quejan de la poca o mucha cosecha, del agua o de la sequía y, dentro de un orden porque los tiempos no estaban para bromas, de los defectos del Servicio Nacional del Trigo o del Monopolio de Tabacos. Estas últimas quejas porque en la vega de Granada se sembraba tabaco negro. El cereal quedaba para las hazas altas y de peor tierra, a donde no llegaba el riego.

Frasquito tendría entonces cincuenta años, más o menos, porque en el campo no era fácil calcular edades y queda dicho que yo menos de diez. Fuimos amigos y algo cómplices pues no estoy seguro de que en casa supieran exactamente qué consistía en ir de feria. Lo que más gustaba al capataz eran las noches en que mi padre, después de cenar, anunciaba que había serpentón. Es un juego de cartas, con baraja española, que permite jugar a quince o veinte jugadores, pues sólo se reparte una carta por barba. Yo iba a buscar a Frasquito, quien con gran respeto y dignidad se sentaba a jugar a la mesa de los señores. Mi padre sacaba la caja de tabaco, que era de libra traída de Gibraltar y ofrecía al capataz, quien liaba su cigarro con sabiduría y parsimonia. Comenzaba el juego, al que apostábamos dinero cada uno de su paga. A mi padre nunca le pareció reprobable apostar dinero. Antes al contrario, animaba el juego añadiendo propinas a la banca o monte. Algún as de oros, o “huevo frito”, nos proporcionó veinte duros de entonces. Si el afortunado era Frasquito, su tartamudez aumentaba de grado y no era raro que se equivocase llamándome “Choche Mari” en vez de Manuel María.

De entre los señoritos yo era su favorito. Le recuerdo cuando los domingos se aseaba en el patio de su casa, los pies metidos en un barreño de zinc con agua, y su señora afeitándole la barba navaja al sol. Camisa blanca limpia, sin cuello, y sombrero de fieltro para ir a la iglesia. Era un hombre digno.

Un divertido plan que introducía variedad en aquellos prolijos veranos surgía cuando los mayores decidían, una noche cualquiera de cielo estrellado, organizar una expedición para, una vez cenados, ir a tomar helado a los italianos de la Gran Vía. Este programa, además de entretenido, era saludable ya que se trataba de caminar desde la casería hasta la Gran Vía, paseo que algunas veces se prolongaba hasta la plaza de Bibarrambla. Ida y vuelta pueden ser siete u ocho kilómetros. De muy pequeño más de una vez hice el regreso a hombros de algún adulto.

Mi madre era muy fervorosa. En el campo de entonces no era raro blasfemar. Pero ello no convenía a los oídos de mi madre. Tampoco gustaba de saber que alguien cercano o conocido no cumplía con el precepto dominical. Un verano amenazó con toda su dulzura al recovero que traía a casa, en carro con burra, provisiones que no producía nuestra finca con borrarle de la lista de proveedores. Consternación. A partir de entonces aquel hombre, dentro de los linderos de Los Cipreses, no volvió a mentar nada sospechoso de rozar a Dios, la Virgen o los santos, y aportaba cada semana, lo prometo, un certificado del párroco de Maracena, que daba fe de su cumplimiento de la obligación dominical. ¡O témpora! ¡O mores!





No conocí a mis abuelos paternos. Sé que Don Valeriano Torres fue Coronel Auditor y que estuvo en la guerra de Cuba. Doña Encarnación López‑Sáez era persona de abolengo, según me dicen los Moreno Torres. En contra de una leyenda romántica que atribuía el origen del apellido Torres a raíces árabes, mi tío y padrino, Manuel Torres López, catedrático de Historia del Derecho, me aseveró que tenía documentado que los Torres provenimos de Burgos, cosa que, por cierto, coincide con lo que ponen los libros que tratan del origen de los apellidos.

Me imagino que igual sucede con tradición semejante sobre el apellido Rojas y su pretendido origen hebreo. Por un lado, vaya Vd. a saber, y por otro, qué más da... Consulto el diccionario Espasa de apellidos españoles y leo con sorpresa que el primer apellido de mi madre ¡también proviene de Burgos!, pues Rojas es topónimo de un pueblo de esa provincia, desde donde se extendió por toda España, siendo particularmente recurrente en Andalucía.

A veces pienso, y no consigo rememorarlo con precisión, en cuál fue nuestro último veraneo familiar en Los Cipreses. Me produce aflicción evocar que mi último verano allí, no fue percibido por mí como tal. Imagino, pero no estoy seguro, que el final de Los Cipreses fue abrupto: dejamos de ir todos de golpe. Y punto. Ya sé que nunca encontraré todas las piezas para hacerlas encajar.

Luego vendrían más de veinte años con la casería cerrada y huérfana de sus amos. Primero se dejó de utilizar para solaz y recreo y luego de labrar. Los muebles, muchos de ellos de valor no sólo afectivo, fueron repartidos de cualquier manera, otros almacenados en el convento de las Capuchinas de San Antón, en el que pasó su vida la tía Emilia Rojas, y otros por fin botín de ladrones. Creo que también hubo algún incendio y que centenarios cipreses ardieron fulminados por los rayos.

Mi madre sufría de melancolía en los atardeceres granadinos cuando miraba hacia Maracena, en cuyo cementerio están enterrados los Rojas. Y yo padezco hoy el mismo mal, cuando recuerdo a mi madre, a aquellos largos y cálidos veranos y el triste fin de la Casería de Los Cipreses, ayer huerta, hoy yerma, a la espera, tal vez, de ser sembrada de bloques de viviendas.



Moraleja: La Casería de Los Cipreses es hoy propiedad de un empresario de la construcción de gran éxito y fortuna, nacido precisamente en Maracena y de quien se cuenta que en sus comienzos fue obrero del gremio. Mi padre me dijo una vez que la justificación última del sistema capitalista es que el dinero cambia de manos. Amén.



P.S. El día 14 del mes de noviembre de este año de gracia 2003 mi madre hubiera cumplido cien años.