lunes, 27 de junio de 2011

Los cipreses ( capítulo séptimo )



La vespertina tertulia de los mayores era diaria, variada en su composición y temas e itinerante. Esto último porque, según la climatología del momento, se podía reunir en la plazoleta del jardín, o en la de las tinajas, en el porche de la entrada principal o en el gran salón de la planta baja. Estaba abierta a tres generaciones: la de mis padres, la de los sobrinos mayores y la de los adolescentes, sin voz ni voto. Eran habituales los hermanos Torres López residentes o de visita en Granada, y los primos Moreno Torres, Ramos Torres y Morales. Se cuenta de algún tío, o de mi padre, que llegaban a las tertulias ya iniciadas diciendo “decidme de qué se trata, que me opongo”.
Tía Pepita, viuda, y Pilar Ramos, soltera, se quedaban temporadas con nosotros, en Los Cipreses y en Madrid. Por cierto que en aquel entonces, guerra civil mediante, ser viuda y joven era frecuente; varias de mis tías lo eran y con mérito, pues sacaron adelante a sus familias con esfuerzo y provecho ejemplares.

Otro rasgo característico de los Torres, educacional entiendo, es que no quieren perros en sus casas. Cuando mi hermano pequeño, de nombre Valeriano como nuestro abuelo, hizo la primera comunión, Pepe Ramos, el primo huérfano que vivía con nosotros, tuvo un gesto de valentía y le regaló una preciosa cachorra de pastor alemán, bautizada como Ivonne. Aquel verano la cachorrita fue la estrella y comprendí que se puede querer muchísimo a un perro, y que éstos merecen y esperan todo de nosotros, a cambio por el cariño y fidelidad que nos procuran. Como no podía ser de otra manera, tratándose de mi familia y otros animales, que diría Durrell, la experiencia terminó mal: se acabó el verano, se decretó que el perro no podía vivir con nosotros en el piso de Madrid y para allá que nos fuimos tristes, sin perro, y al colegio.

Peor fue la vuelta al veraneo de Granada al año siguiente. Ivonne estaba flaca, su mirada y su pelo sin brillo y...aún más grave, estoy convencido que el nuevo guardés, que había sustituido al jubilado Frasquito, había zurrado a la pobrecilla perra, que se mostraba huidiza incluso de nosotros. Hambre supongo que no pasó, pues dejamos dinero para su manutención. Pero... tampoco desdeño la hipótesis de que nuestros ahorros fueran malversados y gastados en humanos vicios. La parte buena de esta triste historia es que yo he aprendido a querer a los perros más que a muchas personas humanas en apariencia, pero deshumanizadas por dentro. He tenido quince años conmigo a un caniche enano que sólo me falló en el cuarto ejercicio para Notarías. Ahora tengo la perra más bonita, buena y fiel del mundo. Aquél se llamaba Gustavo y ésta, una preciosa y blanquísima jack russell terrier, responde al nombre de Clara.

Siempre fui niño de mal dormir. Leía por la noche hasta las tantas. Primero a Salgari, Richmal Crompton, Walter Scott, Agatha Christie, la colección Araluce de cabo a rabo, Jack London, H.G. Wells... Enseguida, todo lo que había en la biblioteca de la casa de Madrid: desde Armando Palacio Valdés a Blasco Ibáñez, pasando por Pérez Galdós, Pedro Antonio de Alarcón o Pereda. Me daba igual Currito de la Cruz, que Cañas y Barro, Trafalgar o la Casa de la Troya. También me apasionaron las “Mil y Una Noches”, versión de Blasco Ibáñez. El reloj de campanadas del gran salón de la planta baja de la casona me anunciaba muchas madrugadas. Y yo leía y leía... a François Mauriac, Sommerset Maughan, Harry Stephen Keller, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Axel Munthe, Graham Greene, Edgar A. Poe, Dostoyewski o Tolstoi.

Cuando cogí el tifus, calificado eufemísticamente de “fiebres paratíficas”, la temperatura me subía por la noche hasta casi el delirio. El médico dijo que me había infectado por no lavar bien la fruta. Ni bien ni mal, pensaba yo. Si coges de la huerta una ciruela claudia o unas azufaifas, o un caqui, o una granada, ¿dónde las lavas? ¿en la acequia de aguas marrones o en el estanque donde se hacía pudrir el lino antes de llevarlo a la fábrica?




Viene a cuento decir aquí que me acostumbré a cavar y sembrar con mis manos un pequeño trozo de huerto, lo que hacía nada más llegar a Granada, a finales de junio. Aprendí a utilizar la azada y el almocafre, a regar conduciendo el agua por las compuertas y sifones de las acequias y a sembrar patatas y tomates, pimientos y judías verdes, plantas todas que requieren, ya crecidas, ser guiadas con cañas para que enrecien bien y no se doblen con el peso de los frutos. Una vez pasé miedo porque me metí por unos conductos subterráneos que salvaban un ancho camino, llevando el agua de la acequia de sifón a sifón. Vi y sentí sapos, tortugas y culebras de agua. Pero no obré bien, pues aún suelo recordar aquella angustia y aquella claustrofobia.

El agua es muy importante en una vega y el sistema de riego herencia árabe. El agua, siempre escasa, se administraba por una comunidad de regantes. En verano llegaba a nuestra casería un par de veces al mes. El administrador del sistema del pantano del río Cubillas, avisaba el día anterior la hora de nuestro turno de regar para el siguiente. Igual tocaba de madrugada que al caer la tarde. Frasquito siempre me avisaba y yo siempre le ayudé, aunque en inferioridad de condiciones pues no tenía ni botas de agua ni sus manos y experiencia.

Mi madre prefería el verano de Los Cipreses al de Levante. Mi padre justamente lo contrario, como de costumbre. Para ella la casería representaba la cercanía de su mundo infantil, y también la de sus padres, que vivían en Granada capital en un piso maravilloso lleno de salones con muebles de estilo, cuartos de estar art‑decó, despachos modern style y galerías y miradores acristalados. La despensa era enorme y repleta de especias para sazonar y de plantas aromáticas y hierbas para aderezar para mí desconocidas. La pimienta blanca y la negra, el clavo, la nuez moscada, el comino, el hinojo, el cilantro, la menta, la albahaca, la alcaparra, el alcaparrón, el orégano, la hierbabuena, la hierbaluisa, el azafrán, la canela o el estragón eran condimentos generosamente empleados en la casa de Calvo Sotelo. Las matas o ramas de laurel, de tomillo y romero colgaban de escarpias en las paredes.

La abuela Emilia siempre tomaba el té con unos granos de anís y una “nube” de leche. Su ama de llaves se llamaba Ángeles y Don Cecilio era el contable. Los Rojas eran gente de dinero, con fincas en la vega pero también olivares en Jaén, fábrica de chacinas en Maracena y creo que con intereses en la azucarera San Isidro y en la compañía de tranvías granadinos. Dicen que entre guerras exportaron con gran provecho sus cultivos de azúcar de remolacha y sus fábricas de productos del cerdo.
De la familia Ballesteros no me queda recuerdo histórico, sólo una vaga imagen de bellas y elegantes damas con pamelas de época y la sonoridad de un apellido cada vez más alejado para mis descendientes. Las tías Ballesteros tenían nombres rotundos, con personalidad: Visita, Asunción, Carmela y Rosa, que emigró a Buenos Aires. Parece ser que las tres familias pudientes de Maracena eran los Rojas, los Ballesteros y los Martínez‑Cañavate, clanes que, como no podía ser de otra manera, emparentaron entre sí. Por eso yo llevo todos esos apellidos, más los que provienen de la rama Torres.
Curiosa cosa es la dedicación de los Rojas y de los Martínez‑Cañavate a la cría del cerdo. Dos pequeñas recuerdos, de oídas, al respecto, según cuenta la tradición familiar. La primera es que el hermano mayor de mi abuelo, Don José Rojas, quien murió joven, pastoreó una vez una piara de ganado de cerda de quinientas cabezas desde Extremadura a Granada, con un grupo de jinetes estilo farwest y él al frente, de caporal. Llegaron vivos trescientos cincuenta animales. Otra, que dice mucho del afán emprendedor de los Rojas, pero que no se compadece con su fama de ricos, es que se adelantaron a su tiempo abriendo, las veinticuatro horas del día sin interrupción, una tienda de chacinas en Granada capital. Durante el turno de noche, se descansaba en un catre debajo del mostrador. Esto último era común en el comercio, pero practicado por los aprendices. No sé qué hay de cierto en estas historias, pero yo doy más crédito a la primera que a la segunda.

Mi abuelo Enrique era elegante, siempre con chaleco y leontina, sombrero y bastón con puño de plata. Tenía los ojos azules, la tez muy blanca y el pelo rubio claro. Bien parecido, gustaba de tertulias y espectáculos. Dicen que era muy aficionado a las señoras. Una vez me llevó al Aliatar Cinema a ver una película clasificada 3‑R (mayores con reparos ). Fue nuestro secreto. En la taquilla le dijo muy serio a la encargada que su nieto pagaría las entradas. Yo le miraba perplejo y él con la contera de su bastón tocó mi hombro y me llamó “mal pagaor”. Murió cuando yo tendría doce o trece años. Alguien me habló entonces de que había dejado parientes ilegítimos. Cosas de pueblo, supongo. O no, vaya usted a saber.

Mi abuela Emilia fue toda una belleza de joven. De mayor diabética insulinodependiente. Presumida, siempre. Recuerdo al practicante hirviendo la jeringuilla, que tenía el émbolo azul oscuro, y mirando al trasluz cómo la gota del fármaco asomaba por la punta de la larga aguja que había sacado de una cajita de acero brillante. Mi abuela suspiraba mucho (¡Señor,Señor!) y tenía mucha sorna. Mandaba en la casa y dejaba en paz a su marido para fuera de ella. Debieron de haber firmar un tratado de no agresión.
Doña Emilia vivía en un mundo coqueto y femenino, cuidada por una hija solterona y por un nutrido servicio doméstico. Cocinera, doncella, asistentas, planchadora, costurera. Los hombres de la familia no entraban en sus habitaciones, y mucho menos en su cuarto‑tocador o en su baño. Yo sí entré alguna vez en el gineceo de la abuela, seguramente por no contar oficialmente aún con uso de razón. Nunca he visto ni veré nada tan... genuinamente femenino. Centenares de potes, tarros y frascos de cremas, pomadas y polvos. Infiernillos para calentar tenacillas, bigudíes, una hilera de barras de labios, cajas y cajas de medias de seda, untes de brillantina para el pelo, tintes de todas clases... Los perfumes, franceses y en delicado cristal de roca, ocupaban una mesa entera.


Doña Emilia llamaba constantemente a su hija solterona “Mariquillaluisa” y la atosigaba tratándola con sorna de “coneja” y “luchona”. La tía María Luisa murió con el juicio perdido y su mirada de niña. Todos sus sobrinos somos deudores del inmenso cariño que nos dio en vida.




( la acuarela de arriba es obra de Manuel Alejandro ; la foto de en medio pertenece a la colección de Carlos Sanchez y la de abajo está hecha por este modesto autor. Se trata de mi perra Clarita )


martes, 21 de junio de 2011

Los Cipreses (capítulo sexto)



Hubo algunas excursiones más. Una a Diezma, a la finca del tío Antonio García, casado con Trini Torres López, otra a Dúrcal, a la casa del tío Paco, y una tercera a Huétor‑Santillán, con tío Juan y familia que era de ¡trece hijos!;igual me quedo corto y este hermano de mi padre lo que tuvo fueron dieciséis retoños, con la misma mujer y sin ayuda de ciencia reproductiva alguna.
Y no mucho más, en tantos veranos. Olvidaba que fuimos también a visitar a los Torres‑Puchol a Almuñecar. Recuerdo la sofocante bofetada del calor húmedo del mar, tan diferente al seco de Granada capital, y que mi prima Chini era simpática y rubia. El tío Antonio antes mencionado, el labrador de Diezma, fue secuestrado años después de terminada la guerra por obra y gracia del “maquis”, concretamente a manos de la cuadrilla de los hermanos de apellido Quero. El rescate lo adelantó el abuelo Rojas y consistió en cien mil pesetas de las de entonces, que no eran moco de pavo. Luego me referiré al “paseo” del tío Don Antonio Moreno, notario de Bujalance. Salvajadas de nuestra guerra incivil y puta.

Cuando escribo esto pienso, por un lado, que no tengo noticia de que ningún familiar tuviera problemas con “los nacionales”. Por otro, que mis convicciones antifranquistas y liberales deben ser culturales y racionales, ya que no genéticas o hereditarias. Pero la vida es así. Nunca me gustó la derecha rancia y ultraconservadora, ni sobre todo su obsesión por amasar dinero. Hay personas que se afanan toda su vida por ser los más ricos del cementerio. Tampoco aprecio sus hipócritas convenciones sociales y menos aún el fanatismo religioso que a veces las acompaña. Tales hábitos de clase no siempre eran predicables de una cierta derecha ilustrada y librepensadora, esa burguesía que consideraba de pésima educación hablar de dinero, no sólo en la mesa de comer sino también en las reuniones familiares o sociales. Hoy en día los cachorros del neo-paleocapitalismo no quieren ser cultos, sino ricos. Y ustedes perdonen.

Todas las tardes venían a jugar los primos Rojas Montes. Solita hacía rancho aparte con mi hermana María Angustias. Los demás, chicas y chicos, mayores y menores, jugábamos a un juego apasionante que llamábamos “la lata”, creo que de genuina invención familiar, pues nunca he oído a nadie de fuera del círculo de los iniciados hablar de entretenimiento parecido. Si digo que es una variante del escondite no hago honor al juego granadino y desoriento a quien lo desconozca. Tiene algo de escondite, pero también precisa de rapidez de piernas y de buena vista y oído y además ¡se radia en directo! Muchas tardes felices nos deparó a todos los primos, a quienes se añadían con frecuencia Melchorito, de una casería cercana de al otro lado de la carretera de Jaén, Alfonsito, apodado “el niño de los conejos” quien pasó un verano de labriego a mozo de comedor, y algunos otros chicos mayores que yo. En la casería de “Los Doscientos” no había críos, ni tampoco en la de “Los Arcos”.

Si queríamos baño, las opciones eran una piscina conocida como “La Sartenilla”, casi enfrente del estadio de Los Cármenes del Granada F.C., o bien ir a una alberca con ranas y tritones en la casería de Melchorito o hacernos doce kilómetros en bici hasta la piscina de los ingenieros de la presa del río Cubillas, en donde conocí y traté a los hijos de María Dolores Pradera y Don Fernando Fernán‑Gómez. Fernán‑Gómez es para mí uno de nuestros cómicos más completos de la segunda mitad del siglo XX. Recomiendo la lectura de sus “Memorias del tiempo amarillo”.

Al cerrar la noche, después de “la lata” y la merienda, el chófer de la abuela Emilia se llevaba a los primos y empezaban a llegar otros familiares adultos, a fin de hacer tertulia con mis padres. Antes de contar tales charlas, quiero mencionar un episodio que nunca he entendido. Un anochecer cualquiera, mis primas favoritas Isabelita y Quica Rojas, alegres y simpáticas hasta decir basta, cumplido el rito del juego diario, me invitaron a su casa de la avenida de Andaluces. El plan era cenar y pasar la noche allí. Yo tendría ocho o nueve años y acepté, supongo que con el permiso de alguien, probablemente de la yaya Sagrario. El caso es que, terminada la cena, se presentó el chófer de la abuela a buscarme con la instrucción paterna de devolverme a Los Cipreses. La orden fue acatada y sanseacabó.
Es verdad que la madre de las primas, la tía Sole Montes, y “mon pére” no se caían precisamente bien, posiblemente por ser ambos de aguzado ingenio y mandones. Pero... sigo sin saber qué guerra subterránea llevó a mi padre a perder las formas. Los abuelos maternos vivían aún y, por tanto, no había abierta herencia de por medio, por lo que la mutua ojeriza no podía tener raíces económicas, que luego vendrían, aunque sin pasar a mayores. Supongo que eran rivalidades antiguas, provincianas e irracionales.


( los angelicales hermanos Quero )


sábado, 18 de junio de 2011

Los Cipreses (capítulo quinto)





La vida que llevábamos en Los Cipreses era anárquica. Mi padre siempre nos dejó libertad de horarios. Nos acostábamos a las dos o tres de la madrugada y nos levantábamos a mediodía. En raras ocasiones yo ponía el despertador para, al tiempo de salir el sol, cazar pajaritos con escopeta de aire comprimido. En la familia se consideraba el sueño sagrado. Dormir y soñar son preludios de la muerte. Y no se debe despertar, en vano, a un muerto. A un muerto futuro, en potencia. El emperador estoico escribió algo así como que "somos un alma que sostiene un cadáver". ¡Ele, qué alegría!

No había tareas obligatorias. Ni piscina o alberca apta para bañarse. Tampoco pista de tenis. Ni deberes del colegio, pues entre los hermanos no había suspensos, si dejamos aparte a José Ignacio, de quien mi padre sentenció que “no se regía por el sistema métrico decimal”. Los estudios de las hembras no contaban. Mi padre creía que estudiar era cosa de hombres. En el caso de mis tres hermanas la teoría de mi padre no ha producido “daños colaterales”. Las tres llevan una vida plena, “se han realizado” como se dice ,cursimente, ahora, y no han necesitado de título alguno. Pero dudo mucho de que hogaño semejante hipótesis paterna pueda sostenerse. Cosa distinta es que la vida de ahora demuestre cuán difícil resulta, injustamente, compaginar maternidad y ciertos trabajos profesionales competitivos a cara de perro.

Tan inexistentes eran las ocupaciones impuestas o programadas, que pasaron muchas vacaciones antes de que alguien me llevara a visitar la Alhambra. ¡Y yo que día sí y día también veía la fortaleza y palacio árabe perenne e imponente, debajo de las nieves perpetuas del Mulhacén y del Veleta, desde la hermosa y sonriente y enorme terraza de mi habitación!

Es verdad que una vez fui con mis padres al balneario de Lanjarón, pueblo de la Alpujarra de Granada en el que estudió mi madre de niña, en un internado donde coincidió con la hija de un amigo de mi padre, quien hizo gran fortuna con negocios de suministros de combustibles como arrendatario de Campsa. Doña Trini se casó, por aquello de que el dinero llama al dinero, con un hijo de un viejo banquero y minero asturiano. El viaje a Lanjarón fue un suplicio porque yo me mareo en coche y las curvas de la carretera eran muchas y de muchos grados. En algún sitio debe estar la foto de aquel viaje. En ella se ve a un crío ojeroso y pálido (pues la palidez también se aprecia en blanco y negro) al borde de infame carretera, arropado por el guardapolvos de Miguel el chófer, y con su gorra de plato bien calada y con pinta de haber vomitado tres minutos antes.

martes, 14 de junio de 2011

Los Cipreses (capítulo cuarto)


En el centro del patio de los naranjos había un pozo para abastecer de agua, no potable, a la casa. El agua se bombeaba mediante un viejo motor diesel a unos enormes depósitos de uralita encaramados en la torre principal. La otra torre, blanca de cal y azul de añil, con vigas de madera vista, servía para secar pimientos y tomates y colgar melones de invierno, tan ricos de comer en Navidad.

La operación del bombeo del agua era un espectáculo. Frasquito bajaba hasta el nivel del motor por unos asideros de hierro clavados en la pared. Sin luz. Según cumplía años, aumentaba la emoción. Poner en marcha el motor tenía su mérito y el premio era un pestazo a gas‑oil que aún me persigue. Eso si no pasaba algo en la bomba sumergida bajo el nivel freático. Descender de la plataforma donde estaba el motor hasta el nivel del agua era para nota. Quede claro que Frasquito murió de viejo en su retiro en el pueblo de Maracena.



Al cabo de dos o tres horas, los aliviaderos de los depósitos, ya colmados, empezaban a soltar agua. Entonces era urgente buscar a Frasquito para que bajase al pozo a parar el motor y evitar el desperdicio de agua. Pero Frasquito podía estar labrando en la hoya de los chumbos, en la otra punta de la casería, que medía más de doscientos marjales, y ya se sabe que un marjal son cien estadales granadinos. Si estaba en la finca su sobrino Antoñito, a él tocaba buscar al guardés‑capataz, al grito horrísono de “Tito, que se errama el aguaaa...”.

Antoñito pasaba buena parte del verano en casa de sus titos y era hijo único de una sobrina de nuestros guardeses, que vivía en Sevilla. Su madre era guapa y con buena facha y tenía un vestido blanco con lunares azules. Al padre nunca le vi. El gordo, pelirrojo y pecoso de Antoñito era compañero de nuestros juegos y le hacíamos de rabiar, creo que sin mala intención, aunque sí con cierto “espíritu de clase”. Comía sangre frita, sartenadas de papas fritas y sopas de ajo.


La leña era escasa y los labriegos utilizaban como tal los troncos secos de las plantas del tabaco. Antoñito merendaba lo que él llamaba “un pocillo”, es decir, media hogaza de pan, en la que hacía un “bujero” para inundarlo de aceite espeso y de azúcar. Tapado el pozo con su miga, iba comiendo aquel artefacto al tiempo que el aceite chorreaba por cara y blusa. Una vez me confesó que tenía lombrices, según él de tanto comer azúcar. Su tita le peinaba con fijador, pues el niño estaba lleno de rizos. El fijador era peguntoso y casero, supongo que a base de zaragatona.





( la foto de arriba lleva en el pie su origen. Me parece que la ilustración de abajo es obra de Edna Boies Hopkins (1872-1937) y para mí ha sido un hallazgo emocionante: es el vivo retrato de Frasquito, el capataz de Los Cipreses, que en paz descanse. ) 

viernes, 10 de junio de 2011

Los Cipreses (capítulo tercero)



Al llegar los de Madrid, con el servicio que nos acompañaba, se reforzaba el cuerpo de casa con la contratación de alguna moza del pueblo de Maracena para servir la mesa y de señoras lavanderas y planchadoras, también maraceneras, para lavar y planchar la ropa de vestir y de casa. Nueve hermanos, más nuestro primo Pepe Ramos, quien vivía con nosotros por ser huérfano de guerra, requerían mucho asistimiento, en aquellos años sin electrodomésticos ni fibras de Tergal ni Kleenex que llevarse a los mocos.

La tarea no era fácil para los fámulos, porque los niños de entonces, y no sólo las niñas, llevaban blusas de piqué con bodoques y adornos de encaje y calados en la pechera que habían de ser almidonados y encañonados con tenacillas. Es verdad que tales perifollos tenían su límite de edad. A partir de los cinco o seis años, pasábamos a los pantalones y blusas o nikis, calcetines blancos y sandalias o bambas “pirellis”. No se me van de la cabeza los excesivos atavíos de nuestro primo menor, hoy psiquiatra conocido y pío, que terminaban sistemáticamente embarrados después de merendar y jugar. Por cierto que, cuando se trataba de fútbol, siempre le tocaba jugar de portero. Por ser el más canijo y por tuercebotas.

Volviendo a la servidumbre local debo contar el gran disgusto que me causó un incidente con una nativa de nombre Basilisa y de cara morena y pelo rizado a la permanente. El verano siguiente a mi primera comunión desapareció de mi mesilla de noche el típico reloj Longines regalado por mis padrinos. No puedo reconstruir exactamente lo sucedido, pero sí recuerdo como si fuera hoy la irrupción de la Guardia Civil, el ambiente general de desolación y el estremecimiento que sentí cuando se comprobó que mi reloj estaba en el bolso de la asistenta. Se fue aquel mismo día de la casa y mis padres me aseguraron que no mediaría denuncia. Alguien echó la culpa a un mal novio, que andaba en malos pasos.

La casa‑cortijo, rectángulo enorme de muy bellas y simétricas proporciones, se cerraba con dos puertas. La principal daba acceso a la casa de los señores. En el extremo opuesto un portón servía de entrada a la de los guardeses, a los corrales de las aves y conejos, y a los establos de las bestias de labor. En el meridiano del gran recinto rectangular dos patios separaban nuestras dependencias de las dedicadas a graneros para el cereal, así como de un enorme secadero de tabaco y de la propia vivienda de los capataces. Hileras de naranjos, una morera de buen porte guiada de manera que los niños pudiéramos comer a su sombra, y dos grandes tilos, más grandes que los del famoso paseo de Berlín, ornaban el patio importante. Flanqueaban el lado este del patio arcos encalados medianeros con un frontón, que también servía para el fútbol, baloncesto o inclusive ¡el polo en bicicleta! La mía era una especial BH azul. Cuando se me quedó pequeña, se acabó la niñez. No hubieron otras. Ni bicicleta ni niñez.

No quiero cerrar capítulo sin recordar a la tata Mariana, quien había criado a mi señor padre y se instalaba con nosotros en Los Cipreses, ya de muy anciana, para pasar con aquellos largos y cálidos veranos. Había nacido en Huéjar-Sierra y le enseñé como pude las cuatro reglas y a leer y escribir un poquito. Ella me hizo un regalo impagable: me contó cosas de la represión de “los nacionales” sobre “los rojos” perdedores, cosas que no he olvidado nunca.




( ilustraciones de Benjamín Palencia )

miércoles, 8 de junio de 2011

Los Cipreses (capítulo segundo)



La casería, de regadío y con algunos marjales de secano para cereal, era labrada por el capataz de la finca, llamado Frasquito, con la ayuda de tantos jornaleros cuantos lo requirieran la estación y los cultivos. Su mujer, Ángeles, tenía un diente de oro y se ocupaba de tareas domésticas, que incluían amasar el salvado para las gallinas, recoger sus huevos y evitar que una perra mil leches por nombre Cuqui me mordiera más de la cuenta. Aún hoy día, cuando desayuno mi ración de cereales, me acuerdo de las gallinas de Los Cipreses.

En aquellos años, el trigo, la avena y la cebada se segaban a mano. La trilla se hacía con mulas, en eras preparadas a tal fin apisonando un rodal de tierra. La parva quedaba tendida en la era después de trillada y se aventaba con horcas para separar el grano de la paja. Luego se cernía aquél en cedazos. Algunas veces dormí en la era con los segadores. Tan exótica experiencia hace que no tenga en olvido dos nítidas vivencias. La primera es que las picaduras de mosquitos de una era de trillar son una buena pejiguera. La segunda, que las briznas de paja esparcidas al viento pican más que los mosquitos. Pero yo era feliz.

El ciclo del cultivo del cereal se cerraba en septiembre con la quema de los rastrojos. Tarea apasionante. Se elegía una tarde desventada y con rastrillos extendíamos el fuego estratégicamente por los cuatro costados de un haza. El olor a paja quemada me duraba días en el pelo. Por lo visto se siguen quemando rastrojos en zonas cerealeras de España y

continúa también la polémica sobre si tal práctica es beneficiosa o perniciosa para la capa 
fértil del suelo. Útil no lo sé, divertido mucho.


( la foto, tomada por mí, no corresponde al lugar ni al tiempo en que transcurre el relato, aunque guarde relación con ellos )