jueves, 22 de septiembre de 2011

Madrid en gris (quinto capítulo)



( autor y hermana en el parque de El Retiro )

El sistema funcionaba porque el sueldo que entraba en casa, que no podía ser grande funcionario del Estado como era mi padre, bas­taba para las necesidades de familia tan numerosa, administrada con austeridad. No me olvido de lo que heredó mi madre ni de algunos negocios atípicos en los que invirtió mi padre. Incluso nos podíamos permitir el verdadero confort de una casa de tantas bocas a alimentar, esto es, un buen servicio doméstico. En Claudio Coello, en sus épocas de esplendor, trabajaban hasta cuatro tatas internas y una asistenta que venía diariamente desde su castizo barrio de Lavapiés.

Además, se contaba con la ayuda de una modista y de distintos oficios que hacían que aquél hogar de postguerra funcionase como un reloj. Nuestras comidas y cenas estaban bien equilibradas dietéticamente y siempre se celebraban a horas fijas: el almuerzo a las dos y media y la cena a las nueve y media, todo ello en nuestro cuarto de estar “de los menores”. Los críos comíamos en la mesa de los mayores, en el comedor principal, solamente los días de fiesta o cuando se celebraba algún cumpleaños. Nuestra casa se dividía, mediante una puerta de cristales situada en el ángulo central del pasillo, en dos mundos separados. Los niños jamás traspasábamos la barrera de cristales, sin con permiso de la autoridad competente y a fin de saludar a las visitas, una vez convenientemente acicalados a tal efecto.

La casa tenía buena calefacción, central y de carbón, de las que todavía quedan algunas en el barrio de Salamanca. Todas las habitaciones con radiador, salvo la mía. No encuentro ningún motivo especial para sentirme discriminado, simplemente me tocó aquélla, el cuarto del fondo (en “cul de sac” dirían los fran­ceses) al que se accedía por otro dormitorio. Para entrar y salir de mi cubil, compartido muchísimos años con mi hermano José Ignacio, era preciso e inevitable pasar por el que ocupaban mi primo Pepe Ramos y mi hermano Miguel, que era el primogénito.


Que mi cuartito tan pequeño no tuviera radiador no era grave puesto que el piso estaba suficientemente caldeado. En algunas noches frías de invierno mi madre entraba, cuando es­taba ya metido en la cama, con una palangana recu­bierta de porcelana. Vertía en ella dos o tres dedos de alcohol y prendía fuego. El efecto era mágico: en un minuto el cuarto se ponía a 35 grados, supongo yo que por poco tiempo. Suficiente para coger el sueño con los carrillos colorados del calorcillo.

El pediatra familiar era el doctor Federico Rodrigo Palomares. Se parecía a Humphrey Bogart y era un santo. Nos vacunaba en fila, como en la mili. Y nos decía a cada hermano el tiempo que podíamos bañarnos en el mar. A ojo de buen cubero.

El invierno es siempre gris y más en los grises años de la posguerra. A este propósito leo en Günter Grass que el valor básico en la vida es el gris. Dice Grass que los valores absolutos, el blanco y el negro, sólo existen en realidad como una abstrac­ción. Para Grass sólo existe el color gris y la literatura debe inda­gar entre los distintos tonos de gris y tratar de percibir en ellos, sus matices. Será así. O no. Un pintor checo llamado Lüpertz dice que al artista le influye mucho más la luz de su calle que su nación. Amén.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Madrid en gris (cuarto capítulo)




La calidez que no encontré en el colegio, probablemente porque los colegios no están pensados para ser cálidos sino para meter dentro de las estructuras de la sociedad a los chavales, sí anidaba en nuestra casa, en el 3º izquierda de Claudio Coello 38. Era y es un edificio como tantos otros, y no de los más nobles, del barrio de Salamanca de Madrid. Supongo que data de primeros del siglo XX, con una arquitectura anodina, un portal sin mérito alguno y la estructura clásica concebida por el marqués de Salamanca.

A saber, en mi barrio los inmuebles suelen tener una escalera prin­cipal, con su ascensor, que en nuestro caso era de la firma Munar y Guitart, y otra escalera de servicio con un montacargas, a fin de dar acceso a pisos de segunda categoría, esos que no tienen balcones a la calle sino ventanas con vistas al llamado patio de manzana. Quiere decirse que aquel inmueble era una espe­cie del “up and down” de los edificios ingleses, pero en horizontal.

Las familias más pudientes vivíamos en los pisos exteriores y las menos en los pisos interiores que, en el caso de Claudio Coello 38, eran muy luminosos, puesto que el patio de manzana es inmenso. Según fuera su orientación, resultaban incluso más agradables, por su luz y su silencio, que los pisos exteriores propiedad de los “seño­res” más principales.
El marqués que construyó nuestro barrio tenía una gran fortuna, que se jugó con variada suerte en diferentes aventuras empresariales. Fue Ministro de Hacienda, y de Justicia, con Isabel II. Pagó la deuda nacional con su propio dinero. Fundó los ferrocarriles españoles. “Fichó” para su palacio de Madrid, en el paseo de Recoletos, al cocinero del Zar de todas las Rusias. E instaló en él la primera bañera de agua corriente que hubo en Madrid.




Arriba cuento que en Claudio Coello 38 había dos ascensores, el principal y el montacargas de servicio. Con ambos tuve experiencias inquietantes y repetidas. Cuando subía yo solo, una vez apretado el botón del tercer piso, el “elevador” no obedecía la orden y seguía subiendo al cuarto, al quinto, y al sexto, en donde rebotaba en algún tope anclado en el techo. Entonces em­pezaba una caída que nunca era excesivamente rápida pero sí constante y alarmantemente progresiva. Me daba tiempo para pensar si en esa ocasión el trom­pazo sería grave. Ensayé y perfeccioné una técnica que consistía en dar un salto de forma que anulase el porretazo contra los grandes muelles del armazón exterior del ascensor. También me hice diestro en la práctica de abrir las puertas interiores y exte­riores del ascensor y bajarme en marcha. Para ello era necesario pulso y cálculo, pues en aquella operación de desalojo el artefacto volante había de coincidir exactamente a ras de un piso cualquiera.

Estas aventuras “ascensoriles” no me han producido pesadillas con escalofríos y sudores y esas cosas que se leen en los libros. Cuando las recuerdo, tantísimos años después, me doy cuenta que me pude haber matado. Sencillamente. Pero no sueño con ello.

En Claudio Coello la vida familiar era plácida. Como yo soy el sexto de los hermanos fui naturalmente educado por los mayores y, sobre todo, por la yaya Sagrario en quien mi madre, que bastante tenía con ir pariendo a todos sus hijos y con aguan­tar el carácter de mi padre, delegó nuestra educación. Tan es así que al nacer mi hermana Nita, que me sigue a mí en la escala, cuando en la clínica bajaron a la criatura del nido se apoderó de ella la yaya Sagrario y preguntó a mi madre, postrada en cama después de su octavo parto, más varios abortos espontáneos entremedias, si de la niña se iba a encargar la señora o ella “como siempre”. Mi madre se limitó a mirarla con ojos de dolorosa sin decir ni pío.


jueves, 8 de septiembre de 2011

Madrid en gris (tercer capítulo)


(portal de la casa que me vió nacer)

Hoy ha muerto el pez más grande y viejo de mi acuario y ello me lleva a recordar mi primer intento de tener uno. En el Madrid de mi niñez no era fácil encontrar los elementos que conforman un espa­cio autosuficiente como es un acuario. No había tiendas dedica­das a ello puesto que el nivel de vida no lo permitía. Tracé un plan con Avelino el fumista, cuyo taller lindaba con el portal de Claudio Coello 38, según se mira de frente, a mano derecha. A mano izquierda había una panadería regentada por la “señá” Casilda.
Avelino, con gran cariño y mimo, me hizo un acuario con cristales embutidos en armazón de hierro. Intenté criar peces de agua fría al no haber en mi ciudad peces tropicales, de más fácil reproducción en cautividad. Conseguí unos ciprinos dorados y unas algas de las que flotaban en el estanque del Retiro y también arena de río de una obra del barrio que tenía un cartel que decía “Hay arena de miga”. Con todo ello organicé lo que debería haber sido un perfecto y viable espacio biológico.


El desastre acaeció por varias causas. La primera, porque Avelino había ensamblado los cristales con masilla de la que se utilizaba para sellar ventanas, tóxica para peces y otros seres vivos. También influyó no contar con una pequeña bomba de oxígeno, por no hablar de filtros para el agua y de otros elementos más sofistica­dos. Total, que fueron muriendo aquellos animalicos, a pesar de que diariamente les cambiaba el agua. Aquí interviene el cloro como otro factor más de la tragedia ecológica. Y eso que en aque­llos años el agua del barrio del Salamanca era del río Lozoya y aún no se mezclaba, como se hizo más tarde, con la del Canal de Isabel II.Llegado aquí me pregunto para qué diantres escribo. Releo en Kafka que un libro debe ser como hacha que rompe el mar de hielo que recubre nuestro corazón. Supongo que se refiere al corazón del lector… ¿qué pasa con el del escribidor?Si indago el motivo de contar mi infancia, viene en mi ayuda Rilke en sus “Cartas a un joven poeta”: "... y aunque estuviera usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no seguiría te­niendo siempre en su infancia esa riqueza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención..."



(adivinen ustedes quién soy yo...)


Releo lo escrito sobre mis largos años en el colegio, y medito sobre el carácter selectivo de los recuerdos. Me resulta difícil encontrar recuerdos felices o gratos del colegio y ello sin dejar de reconocer que, en aquellos años de opresión y de nacionalca­tolicismo, aquel colegio de curas marianistas tenía, probablemente, mayor tolerancia y libertad que otros centros en que la burguesía madrileña criaba a sus alevines. En El Pilar “sólo” era obligatoria la misa un día a la semana, domingos y festivos aparte. Las clases de religión no eran apabullantes y tampoco las presiones en materia de confesión y de comunión. Tomo una cita de Eduardo Haro Tecglen, que en paz descanse, a quien he leído con gusto y de quien siempre aprendía algo: François Villon en ¡1431! escribió “Tant aime‑ton Dieu, qu’on fuit l’Église”. Hoy hubiera escrito “... qu’on fuit les Églises”.También es verdad que yo era buen alumno y que mi natural sen­tido pragmático, hoy deteriorado por mi deriva más radical, me hacía navegar mecido por la corriente, evitando plantear problemas de calado. Pero el último re­ducto de mi pensar era mío. Inescrutable. “El pensamiento no delinque”, sobre todo si no se formula, añado yo.


Durante los larguísimos años de cárcel colegial no padecí ni fui testigo de esa lacra llamada pederastia. No hace tanto tiempo un ex compañero de clase me dijo que él sí había sufrido abusos en nuestro colegio.El colegio de la calle Castelló nº 56 tenía poco espacio para jugar y para el deporte. El recreo lo pasábamos encajonados en los patios de esas inmen­sas moles neogóticas que fueron originalmente construídas para albergar doncellas de familias venidas a menos. Cuando éramos algo más mayorcitos nos cruzaban, en fila de a dos, a la otra acera de Castelló para jugar en el “solar”. El solar era eso, un solar propiedad de los marianis­tas, situado enfrente del “cole”.


Aquel terreno de juego era un pequeño y alargado campo de minifútbol. Divertimento aña­dido era la natural inclinación del terreno en sentido de norte a sur. Quiere decirse que el juego del fútbol era muy distinto en el primero o en el segundo tiempo, se­gún hubiera correspondido el sorteo. En un caso jugabas cuesta arriba y en otro a favor de una pendiente muy pendiente. En el extremo sur del solar estaban los urinarios, pegados a un taller de meta­lurgia establecido en el mismo edificio en que se ubicaban que los Laboratorios TEBIB, edi­ficio que hoy reformado por obra y gracia de Construcciones San Martín. En el norte de aquel solar había un cobertizo con columnas que servía, mal que bien, para jugar al frontón. El solar fue vendido por los marianistas para viviendas de nueva planta. Cero en conducta y cero en aplicación para los curas.