sábado, 7 de junio de 2008

Caracas ¿te gusta?



El hombre de la antigüedad
no era un arrogante funcionario
él mismo olvidaba
cuidar los asuntos del mundo
casualmente ocupó
un puesto irrelevante
así
pudo caminar
libremente
entre los árboles.

Parque de los ailantos
WANG WEI
(699‑761 d.C.)



ARRANQUE

MTR cuenta, con escritura tradicional más realista y colorista que imaginativa, mi vida en Cara­cas.
No me incumbe sentenciar si los hechos se ajus­tan cabalmente a lo que allá sucedió, cuestión cervan­tina donde las haya. Ya saben: el abismo que separa lo real de su representación.
Narra lo que se le viene a las mientes. El Arci­preste dijo “que cada cual use el entendimiento que Dios le ha dado”.
Idealiza, poetiza y espiritualiza para construir castillos en el aire con un pedazo de mi biografía. Pero su magín quimeriza con inventos o torres de vientos y sus parábolas morales refiguran, tal vez, un simulacro de su propia autobiografía.
Cuenta sus cosas por intermedio de las mías. Mas no sabe por qué, para qué, ni para quiénes lo hace.
Ahí radica la dignidad de su prosa y lo valioso de su esfuerzo. Redacta bien, con claridad y galanura, mas parece consciente de que quizás nunca se atreva a poner en papel de barba la miga de su vida. El meollo de su médula. El busilis de su espíritu. Por ello su pulcro estilo se torna a veces manierista.
Sin embargo, MTR no desespera. Sigue escri­biendo como quien no dice nada. Se ancla en sus orí­genes, que huelen a escuela de pueblo y a romance de ciego más que a novela épica‑histórica‑gótica‑flamígera. Así lo veo yo.
Agradezco al autor que me deje poner la pluma por delante de este lance de mi/su propio exis­tir.

En Antigua, Guatemala, a tantos de tantos de dos mil y tantos.
Clara du Sasia des Cotes Rocheuses








¿Te gusta Caracas?
Ella miró por el balcón. Nada. Pura niebla. “Puto clima el de Zaragoza”, pensó.
El banquero insistía por el teléfono:
‑ ¿Te gusta Caracas?
Clara se oyó responder:
‑ No lo sé. Nunca he estado allá. Puedo pro­bar...
Convino con el banquero en pasar dos semanas en Venezuela con gastos pagos. Y así fue como en no­viembre del año del laurel Clara vio, oyó, olió, gustó y tocó la capital del valle de los indios caracas.
La luz cegaba, las sombras empavorecían. Las gentes gritaban cual cuerda de locos madrugadores. Subían y bajaban por las laderas del valle, como hámsteres por la noria de sus jaulas. Ruido y furia en clave de culebrón caribeño.

A Clara le gustó aquella tierra con todos sus ajilimójilis. La ciudad, a mil metros sobre el nivel del mar, es paraje de eterna primavera subtropical algo subidita de grados. No mira al mar porque la cordi­llera del monte Ávila no quiere. A cambio, su altitud evita el bochorno húmedo que padece el litoral central de Venezuela. La Guaira, Maiquetía, Macuto, Nai­guatá, Camurí..., pueblos del costero Estado de Vargas de sonoros nombres, pero malamente habitables. Ca­lor, sudor, zancudos y dengues, filaria. No así en Cara­cas, cuyas suaves noches enervan los sentidos al ritmo del coro de las ranitas que cantan a la luna. Hasta que el alba se asoma para poner a cada uno a su brega.



Fugaces pasaron los días en que Clara se alojó en el hotel Altamira, cerca de la cota mil, en la falda del Ávila. Don Moisés, el banquero, consiguió su propó­sito ya que finalmente Clara aceptó establecerse en Caracas para encargarse de los negocios del Grupo G.

En Caracas se madruga mucho, como el propio sol en aquella latitud, que no entiende de estaciones. Tanto de tren[1] como de las otras, las que vienen dadas por los solsticios y equinoccios. A las 6 a.m. sale el sol y a las 6 p.m. se pone. Todo el año igual. Sólo hay una época de lluvias torrenciales, llamadas “palos de agua”, y otra de sequía. En puridad tampoco hay amanecida ni anochecida. El sol sale abruptamente y así se oculta. “Aquí apagan la luz con un interruptor”[2] pensó ella.

A las 8 a.m. era recogida por González al mando de un haiga Ford LTD tamaño natural. Visita a la fábrica de fósforos en Los Teques. O a las oficinas de la constructora. O al banco, en el edificio de la Luz Eléctrica en la avenida Urdaneta, Urapal esquina a Río[3]. A las 12,30 almorzaba con los españolitos que Don Moisés había ido enviando allá en los años 40 y 50 del siglo pasado. En el Club Doscientos, en Hector’s, en El Portón, en La Cigogne, en La Belle Époque, en el Aventino o en cualquiera de los caros y afectados res­taurantes de San Bernardino, Las Mercedes, Altamira o La Florida o Los Chorros. También en la casa social del Country Club o del Valle Arriba Golf Club.

Terminada la sobremesa, se cumplía el progra­ma turístico preparado por los súbditos de Don Moisés, que se olían que aquella moza llena de títulos acadé­micos y de prestancia, gracia y belleza iba a ser su jefa a no tardar.




Caracas no tiene mucho que visitar, salvo ella misma. El Panteón Nacional, con el catafalco de Bolí­var, la Catedral pasteloide, el museo de Bellas Artes o el de Ciencias Naturales. Quizás el teleférico que sube al monte Humbolt, si funciona[4]. O los teatros Nacional y Municipal y el museo de Arte Colonial en la Quinta Anauco. Por cierto, de la colonia, casi ni rastro, a no ser en el barrio de la Candelaria, donde viven los canarios y, según cuentan, lo hizo Bolívar. Clara se informó lo que pudo sobre aquellas tierras, tanto desde el punto de vista de las ciencias naturales, como del sociológico y político. De literatura no consiguió sino “Las lanzas co­loradas” de Arturo Uslar Pietri, y “La Catira” de Cela. Tiempo después leyó y disfrutó “La casa del pez que escupe agua” de Francisco Herrera Luque, publicada en 1975, y “Del buen salvaje al buen revolucionario” de Carlos Rangel, que analiza bien la discrepancia entre lo que una sociedad es y la imagen que esa sociedad tiene de sí misma[5].

Rogó a sus anfitriones, pelotas[6] ellos de natural y de profesión, ser presentada a venezolanos. No que­ría regresar sin tratar a la fauna local. Conoció pues a los descendientes de los próceres[7] criollos. Los Ariz­mendi, Zuloaga, Machado, Cordido, Octavio, Aizpú­rua, Iribarren, Lovera, Bethancourt, Mendoza, Cisneros, Frías. Otros ilustres y preponderantes personajes tenían apellidos alemanes como Wollmer o Müller, ingleses como Boulton, judíos como Lezra, Benacerraf, Benna­tar, o Bentolila o bien italianos como Velutini, Gaspa­rini, Capo o Corsarini.




Fiestas en sus mansiones, protegidas por “gua­chimanes”[8], no fuera a ser que los indios o negros de los ranchitos bajaran de los cerros a tomar Sabana Grande y urbanizaciones aledañas. Los vigilantes pri­vados, desconocidos por entonces en España, denota­ban la enjundia y fuste de cada quien. Ese es el cuento. A más guachimanes, más consideración y estimación social[9].

Clara nunca imaginó tal grado de ostentación y, a menudo, mal gusto. Caviar y cangrejo rusos, Dom Pérignon, viejos vinos de Sauternes para el foie francés, marisco y jamón español. Los vinos de mesa eran re­servas de Burdeos y de Borgoña, tanto por esnobismo como porque en aquella época los riojas españoles se mareaban al cruzar la mar océana. Las casas estaban llenas de “corotos”[10] caros. También había familias con clase que tenían quintas bellas, con primorosos cuadros del gran Armando Reverón y otros maestros del Ávila. Pero eran las menos y, a menudo, algún detalle cari­beño jodía el conjunto. Era frecuente cenar con cu­bertería vermeil, en vajilla de porcelana de Indias, con servicio a cargo de doncellas de guante blanco y uni­forme de reglamento. Aunque, eso sí, sirvieran por la derecha auténtica sopa de tortuga.

Clara lo pasó “chévere”[11]. La llevaron a unos islotes de coral por nombre Los Roques, en avioncillo privado que despegó con las claritas del alba del aero­puerto de La Carlota, empotrado en pleno centro de Caracas. Por allá se escapó el dictador Pérez Jiménez, a través del túnel que une el palacio presidencial de Miraflores con el aeropuertico capitalino. El dictador con nombre de bicarbonato vivió y murió en La Mo­raleja, Alcobendas, Madrid. Al cobijo de nuestro bien amado Franco Bahamonde, quien asilaba fraternal­mente a todos y cada uno de los dictadores de aque­llas tierras según iban cayendo derrocados. Trujillo, Perón, Batista y tutti cuanti. Tachito Somoza no, por­que subió al cielo antes de lo previsto.

La doñita española pasó un fin de semana en el hotel Macuto Sheraton, a la sazón bien mantenido. Bello jardín con chaguamaros de alto copete, hermosos caobos, jabillos de sombra y algún araguaney un poco perjudicado por el salitre del mar. La piscina tenía bares cuyos taburetes eran troncos de maderas pre­ciosas anclados en el agua azul turquí. Tomó sol con prudencia pues la clara piel de Clara toleraba mal los fulgores del astro rey y el del Caribe es bien “arrecho”[12]. En barco de un hortera enriquecido con la importa­ción[13] de alimentos de la península, o sea, de ultrama­rinos viajados al revés, la llevaron pa’ la isla de la Or­chila, que es militar pero visitable por los plutó­cratas, que así llama ahora el “loco” Hugo Rafael Chá­vez Frías[14] a los ricos de siempre.

Clara, ya en su primer viaje a la “pequeña Ve­necia”, advirtió que allí había democracia. Las distan­cias sociales eran enormes, mucho mayores que las ideológicas entre los dos grandes partidos que se alter­naban en el poder. A saber, Acción Democrática (AD) de corte social demócrata y COPEI, social cristiano. Pero... ¡oh milagro! cada cinco años el pueblo sobe­rano, allí llamado “el perraje”, acudía a votar en comi­cios relativamente limpios. Había libertades públicas, compatibles aparentemente con una feroz concentra­ción de la riqueza en la “jai class”.

Como lo que no puede ser no puede ser y, ade­más, es imposible y si ocurre dura poco, fueron compa­tibles, hasta que dejaron de serlo. La corrupción ganó a la democracia formal, o mejor dicho, la perdió. El país se entregó, treinta años más tarde, al comandante Chávez. Y ahí sigue, empobrecido, sin la poca clase media que llegó a tener, a medio camino entre Cuba y la nada, mas con cierto respeto, todavía, a los derechos del ciudadano. Enfrente, USA y Fedecámaras. Esta última, la gran patronal, con sutileza florentina, llegó a poner a su presidente al frente de la república cuando intentaron derrocar a Chávez por la fuerza. Dícese que se dice, y allí se cree a pies juntillas, que nuestro Aznar apoyó el golpe. También USA y el cardenal primado de Caracas. Llevaron preso al comandante al islote de La Orchila y en el avión de ida no tuvieron “güevos” para botarlo al mar, como se hubiera hecho en los tiempos de denantes.

En el aeropuerto de Maiquetía fue despedida con orquídeas, la flor nacional, y recibió como presente unas pieles de baba y unos caparazones de tortugas carey[15]. En la retina se llevaba la ardentía de aquella luz, la silueta del Ávila y el texto de un graffiti pintado a spray en la pared de su hotel:




“Franco es la miseria de España”.


El negrito Reyes Rojas depositó a Clarita en el avión de vuelta a Madrid. No pasó control de pasa­portes, ni la aduana ni el mostrador para el trámite del papelico de embarque. ¡Qué va! Reyes estaba allí para hacer agradable la salida y entrada del país a la gente de Don Moisés y se encargó de pagar el im­puesto de salida que grava a los extranjeros. Fue con­ducida en un autobusete por mitad de la pista grande de Maiquetía y despedida en la escalerilla del avión con honores de reina mora. Merecidos por cierto, pues aquellos quince días habían sacado “p’ajuera” la eterna belleza de Clara, un poquito velada por el cierzo de Zaragoza y la mala leche que se criaba en España en la etapa final del generalísimo. Clara volvió clarífica y fulgente.

Ya en Madrid visitó a Don Moisés en su despa­cho de la calle de María de Molina nº 93. Le dijo que sí, que le gustaba Caracas y se comprometió para cuatro años. Fungiría de gerente general del Grupo G en la República de Venezuela.

Recogió sus corotos de Zaragoza. Dijo adiós sin emoción a sus colegas de la Universidad y del bufete. Sus trastos y enseres fueron encomendados a Gil Stauffer, tan diligente como siempre. No llevó consigo sus “prendas”[16] pues venía ahíta de contemplar el joye­río que cargaban encima las venezolanas ricas. “Más nunca”, se dijo Clara en criollo.

Pasadas las zambras decembrinas, Clara des­embarcó en Caracas a finales de los años ochenta.

El Grupo G había buscado para ella un pent­house en la avenida Libertador, esquina a los Jabillos, Edificio Junín, gemelo (morocho) del inmueble adya­cente, que se llamaba Ayacucho. Nombres grandilo­cuentes, muy a lo venezolano, que corresponden a batallas ganadas a las tropas realistas.

El ático era espacioso, apto para “recibir” y con enormes azoteas ajardinadas, que Clara usaría para hacer sus ejercicios al fin de las lides de diaria labor. Amueblado sin mal gusto, aunque no al de ella, deci­dió dejarlo tal cual. “Si no me ofende... ¿para qué cambiar?”, se dijo la españolita.

Su trabajo era interesante. No tanto el asunto del monopolio de los fósforos o la cuestión de la cons­tructora de obras públicas como el banco. En él se volcó. El Banco del Interior sólo tenía cuatro sucursales y todas ellas en Caracas. Clara lo extendió por buena parte de la República. Inauguraba oficinas a un ritmo allá desconocido. En Caracas, buscó barrios en expan­sión y con futuro. En el interior[17] cubrió las capitales de casi todos los Estados. Valencia, Maracay, Barquisi­meto, Puerto Cabello, Puerto Ordaz, Puerto La Cruz. No se decidió con Maracaibo, la capital petrolera del Estado zuliano. Era otro mundo y apenas sí tenía colo­nia española. Sí lo hizo en Porlamar, isla de Margarita, Estado de Nueva Esparta. Por cierto que cuando vo­laba para inaugurar esta sucursal insular, el vicepresi­dente del banco que manejaba la avionetica Piper se durmió. Clara miró al otro compañero de vuelo y de junta directiva: “¿Qué, José Antonio, l’espabilamos?” “¡No chica, ni se te ocurra, que Nico tiene muy mal despertar!” aconsejó impávido el doctor Cordido Freytes.

Su principal problema era encontrar gerentes capaces y honestos. No daba tiempo para formar personas del propio banco. Fichaba de otras entidades, fiándose de su instinto, que no le falló salvo en un caso. La bebida, las mujeres y el juego, por este orden, tor­cieron a un gerente listo y dispuesto. El desfalco no fue grave pues la inspección (contraloría) interna lo de­tectó pronto. Ya se sabe que los tres elementos citados son ruina segura de cualquier caballero. El segundo es el más agradable. Contratar un economista también puede traer fulminante falencia.

La segunda preocupación de Clara era dotar a la entidad de un sistema informático adecuado. Los expertos eran pocos y caros. Mercenarios que se ven-dían al primer postor. Un chileno llamado Gilberto Quesada funcionó al fin, aunque se pasaba el día pi­diendo más y más salario, utilidades y... sonrisas de parte de la gerente general.

Los locales alquilados para las sucursales nuevas eran acondicionados por el arquitecto Graciano Gas­parini; todo un lujo, especialista como era en arqui­tectura colonial, materia sobre la que escribió mucho y bien. Ahí están sus libros, flores en el desierto.

El tercer problema era un asturiano, hijo del barbero de Pravia, llegado a Caracas en los años cin­cuenta como auxiliar de cuentas. Diose prisa en came­larse a la prohijada de Don Antonio Boteller, por en­tonces jefe de los negocios del grupo G en Venezuela. La chica era pavisosa y el gachupín osado y chuleta. Al pronto se casaron y él, que se autotitulaba sin pruebas documentales perito mercantil, se hizo con el poder absoluto, una vez muerto Don Isaac, padre de Don Moisés. Se convirtió en el virrey en aquella parte del antiguo territorio de Nueva Granada, ya que Boteller había salido meneando las tabas y “se devolvió” a Es­paña cuando sufrió una amenaza de secuestro, no se sabe si de parte de la guerrilla o del hampa común.

Cuentan las crónicas que el Sr. Lobezno, que así se llamaba el tiburón de agua dulce, puso raudamente los “cachos”[18] a su sufrida esposa. Sus amantes no eran del Country Club sino mulatitas de baja cuna que vendían sus favores por trabajo en la industria de los fósforos. Alguna llegó a ser su secretaria y detentó cierto poder, además del que pudiera ejercer en el lecho adulterino.


El tal Lobezno teñía su ralo pelo de rubio man­zanilla, gastaba diente de oro y era más malo que un mal dolor. Se ponía fúrico a las primeras de cambio y su inseguridad, derivada de su incapacidad profesio­nal, cultural y humana, se transformaba en ataques de autoritarismo. A contrario, con el “papaúpa”[19] de Ma­drid, de quien era celestino y lacayo, era una malva. Clara le vio venir desde que fue presentada. Presintió su acoso, arte que Lobezno practicaba con las señoras de los ingenieros de los fósforos y de las obras públicas, consentidores ellos y trepas ellas, y le paró los pies. Sin que Lobezno supiera si era un sí pero no o un no pero sí, aunque no ahorita que aluego ya se verá. Le man­tuvo el pulso los cuatro años de su mandato y se fue de Caracas sin despedirse de él. Tout court.






El colérico Lobezno se enriqueció ayudado por la culpa in vigilando de Madrid. Así pasó en Caracas. Engordó su activo con una gran quinta en pleno Country Club, que pasó a la propiedad del adminis­trador porque así lo quiso el administrado en noche de mucho vino y muchas señoritas de Avignon. Las leyes del país obligaban a que la propiedad de sectores clave de la economía estuviera en manos criollas. De ahí venía el montaje de un tinglado de sociedades pantalla, de trustees y fiducias o nominees, que a la postre ayuda a apropiarse indebidamente de lo ajeno a quienes no son precisamente mancos.

Clara obtuvo en dos idas y venidas la nacionali­dad venezolana, mediante decreto publicado en la Gaceta Oficial de la República de Venezuela. Fue más fácil que obtener el carnet de conducir, cuyo trámite requirió de examen y toda la pesca. Descubrieron que era daltónica, pero... allá esas cosas se arreglan. ¡Cómo no “doctorsita”! Quinientos bolos. De los de entonces, eso sí, que era un dinero.

Para lo de la naturalización hubo de estudiarse un libro sobre la historia de Venezuela escrito por Don Guillermo Morón. En el examen de venezolanidad pre­guntaban vainas tales como en qué lugar patrio se baila la danza del pájaro guarandol. También sobre los diablos de Yare. A ella nada. El funcionario com­petente, en sentido figurado, se puso a barbotear y farfullar cuando la tuvo delante y firmó los papeles como un conejo. O como un chigüire local. O un rabi­pelúo.

En descargo del venal chupatintas hay que ale­gar que Clara tenía treinta maravillosos años. La ver­dadera perla del Caribe era ella y no la más grande de las islas antillanas. El gim‑jazz, la natación y la práctica diaria de yoga habían pulimentado un cuerpo ya maestro. Siendo Venezuela el país que más misses uni­verso ha dado, ella era más mejor. Y causaba estragos entre los machos locales acostumbrados a gallear, de grado o por fuerza. Encandilaba por igual a criollos y “musiús”[20]. Todos recibieron auyamas (calabazas) de Clara. Salvo un par de ellos.

En el Banco del Interior se hizo con el mando fórtiter et suáviter[21]. Los hombres la respetaban y la deseaban. Se caían a golpes entre ellos por entrar en su despacho. Preferían una regañadera de la gerente general antes que un elogio del presidente Lobezno. Cuentan que, en época de lluvias, Clara llamó a su despacho a un empleado para darle la boleta por pa­rrandero. Cuando el funcionario[22] salió del despacho una sonrisa iluminaba su cara. Loly Raposo, la secreta­ria de Clara, trató de consolar al presunto despedido.

‑ ¿Quí hubo pues?

El botado sólo pudo articular:

‑ Como que me raspó. Perdí paga y empleo pero mirome más bello que la mismita Ntra. Sra. de Coromoto. Vino medio “jojota”[23] y ahoritita parece un abril en la flor de la vida con su corazón de caña dulce.

Jesús Valdetronco. Anselmo Formentera. Tarik (sic) Escalona, sindicalista de cámara. Félix Vallealto. Marciano Morente. Amado Méndez, isleño con cara de tanguista porteño. Todos hubieran dado hasta su úl­tima locha por una sonrisa en exclusiva. También Fuentes, gerente de la sucursal de Valencia. O Carra­talá el de Puerto la Cruz. Ella extremaba su cortesía, su puntualidad y su... rigor. Y no digamos con Joaquín Manero, quien había aprendido muchos dichos cochi­nos en Sudameris, con los italianos, y hubo de ser puesto en su sitio, pues sus marranerías no venían a cuento. “Fuera de contexto” se diría hoy.

Un día lunes Clara reprendió a un gerente que, por llegar tarde a su sucursal, impidió que ésta abriera a su hora. “¿Qué pasó, Guirado?”. “Doctora, el carro no prendía. Nadie me dio la colita y todos los (carritos) “por puestos” iban completiiícos”. En realidad Guirado se había cogido una “juma” importante. De licor de caña. Los lunes subía el absentismo, que los venezola­nos son muy voluntariosos para el alcohol. La gerente general advirtió a Guirado que si bien la había fre­gado, esa primera se la pasaba pero que a la siguiente le rasparía a juro. Si el tráfico, llamado tránsito, era un caos, el correo no funcionaba. De ahí el invento de los mensajeros motorizados, eficientes suicidas que llega­ron a España con la democracia, que parece sienta mal a los servicios públicos.

La Junta Directiva del Banco del Interior estaba con ella “con todos los jierros”, tanto como repudiaban al del diente de oro. Por paleto y por recordarles que ellos sólo ponían su nombre en la memoria del banco. En verdad los testaferros sólo querían cobrar buenos dividendos y dietas por asistencia a la Junta. Asimismo recomendar de vez en cuando a algún insolvente para créditos imposibles, o a algún “flojo” (vago) o “bolsa” (necio o gilipollas, según se mire) para ser contratado como funcionario del banco. Clara sabía decir no sin ofender. Lobezno ofendía incluso cuando otorgaba.

Al año de llegar Clara montó un departamento para microcréditos y financiación de proyectos alter­nativos. Banca ética, pues. Banca pura y dura, es decir, con ánimo de lucro, pero con miras a ayudar a familias marginales a salir de su exclusión social. Además se trataba de prestar dinero a los, pocos, empresarios que creían en la conservación de los recursos naturales. Sostenibilidad dicen ahora. Lula da Silva debería “fi­char” a Clara, pues su gobierno acaba de crear el CGSS, esto es, el Comité de Gestión del Uso Sustentable de la Sardina Verdadera. Los comisionados son, su­pongo, ictio‑teólogos. No sólo deben mantener fuera del agua a las sardinas falsarias, paganas o heréticas, sino que también han de dilucidar si la Sardina Verda­dera, siendo evidentemente una en esencia, puede ser trina en persona. ¡Qué vaina tan grande! Sea como fuere, algo está pasando en la otrora esotérica espe­cialidad de la teología. El impostor de quien transcribe estos recuerdos se tomó una cerveza Stella Artois en una taverne emplazada en los aledaños de la Grande Place de Bruselas cuyo rótulo reza “la moule sacrée”. ¡No es esto, no es esto!

Desde el punto de vista financiero y de imagen el invento salió bien. Pocas familias dejaron de cumplir el préstamo que les había permitido comprar una má­quina de coser para hacer franelas[24] o pantaloncillos. En el llano, allá por San Fernando de Apure, algunos agricultores emplearon el crédito del banco en cultivos sin herbicida o pesticida alguno. Sin embargo... la ca­dena de supermercados CADA, del grupo Cisneros, no aceptó pagar algo más por productos limpios. El ge­rente de compras decía que en Venezuela la gente no gastaría su plata en “la vaina esa de la ecología”. Esta decisión del prepotente y futuro golpista Gustavito Cisneros fue, quizás, el emprincipio del fin del experi­mento de esa otra clase de banca.





A poco de volver Clara a la mamá patria, su sucesor en la dirección del banco bolivariano cerró el departamento de banca ética. Es lo que tienen los pre­cursores, que suelen triunfar antes de tiempo. Conste que Clara no hizo perder al banco un solo “bolo”. Di­gamos que fue un experimento que no ganó un platal, ni siquiera un realero, pero tampoco perdió. O séase, que empató. Y fue bello mientras duró.

Clara amaba los sonoros nombres de las barria­das de Caracas, que se divide en dos. A saber, el dis­trito federal, hacia el Oeste, y el Estado Miranda, al Sur y al Este. La Florida, Chacao, Chacaíto, La Dolorita, La Floresta, Bella Vista, Caucagüito, El Helechal, El Ma­món, La Lagunita, La Trinidad, La Ciénaga, Monta­bancito, Manuera, El Junquito, Macarao, La Alegría, Carite, La Mariposa. Remembranzas igualmente del tiempo de los españoles, conocidos como “españolitos de mierda”, son otros nombres que denominaban al­deas o haciendas cafetaleras, hoy suburbios: El Viz­caíno, Las Monjas, Las Tres Letras, El Conde, Las Ad­juntas, La Vizcaína.

Los conquistadores españoles avistaron tierra por la península de Paria allá por el tercer viaje de Colón. Anduvieron por la Isla de Margarita y la de Cu­bagua, en donde fundaron Nueva Cádiz y explotaron pesquerías de perlas. Ahora no hay allí más perlas que las de Majórica. A suelo firme, años después, llegaron las expediciones de Gonzalo de Ocampo, primer fun­dador de Cumaná, del capitán Juan de Ampíes, quien fundó Santa Ana de Coro[25], de Don Diego de Ordaz quien tuvo los perendengues de subir por el Orinoco y ¡cómo no! la de Don Diego de Losada que fundó la mismísima Caracas allá por 1567, en tierras de sangre caribe.

Un antropólogo de la Universidad Central de Venezuela contó a Clara que los iniciales pobladores de ambas Américas vinieron de Asia, cruzando el estrecho de Behring. Los primeros humanos de Venezuela o paleo‑indios no datan de más allá de dieciséis mil años p’atrás. Andaban por El Jobo, Muaco y Taima‑Taima (Estado Falcón), Tukupén (en el Estado Bolívar) y en algunos asentamientos más en el Zulia y en Lara. El culto criollo cifró la población indígena sobreviviente, en los años 70, en 315 mil indios pertenecientes a 25 etnias. Las más numerosas eran los guajiros o wayú, los warao, los pemón, los yanomani, los guahibo o hiwi, los piaroa o wótuha y los kariña[26]. Así, con k, como si fue­ran vascos. Cada tribu tiene su propia lengua.

Estos datos del erudito antropómetra sirvieron a Clara para acercarse mejor a aquel maravilloso país, más fácil de querer que de comprender. Debajo de cordiales bienvenidas subyace un rescoldo de resenti­miento hacia los españoles, aunque quien lleve pren­dida en su corazón la brasa del rechazo sea un millo­netis afincado allá desde los tiempos de la colonia, se apellide con ocho gentilicios o patronímicos celtibéricos y no lleve en sus venas una sola gota de sangre caribe o afroamericana. Cuando alguien se ponía pesadito con las matanzas de los conquistadores, Clara recor­daba al retrocrítico: “Doctor, no me venga con esa vaina, que mi familia no se ha movido de su pueblo desde 1492. Y Ud. como que se apellida Zabala y Aizpúrua. A saber qué hicieron sus mayores cuando llegaron acá...”.

La vida de Clara en Caracas era célere en lo laboral, divertida, con reparos, en lo social y suficien­temente colmada[27] en su esfera personal. Esta última en buena parte por el submarinismo que aprendió a practicar en los arrecifes de coral blanco Chichiriviche, en el parque nacional de Tucacas, y por la disciplina de la práctica del golf en el espléndido campo de Valle Arriba. Echaba de menos, y mucho, lo que los cursis postmodernos vendrían en llamar “una mayor oferta cultural”. En Caracas no había ni una sola librería que mereciera tal nombre, los culebrones copaban las pantallas de las cadenas de televisión locales, en las galerías de arte no había otra pintura que la local, buena parte de ella del género naïf, y las conversacio­nes no podían versar sobre los poetas simbolistas fran­ceses, por poner un ejemplo. Una muy digna excepción: la editorial Monte Ávila. De teatro, nadilla.

Lo social era divertido si se participaba en el juego como espectador situado en la última grada del estadio. Con las excepciones de rigor, la mejor hipótesis para departir en las casas de festejos o en los jardines de las quintas privadas era trabar una conversadera con un sosia de Boris Izaguirre, años 70. Carolina Herrera aún vivía en Caracas y reinaba en aquella sociedad juntamente con Cachi Pocaterra quien, por cierto, prendió fuego, en dos ocasiones, al avión[28] de su marido, Nicomedes Zuloaga, porque habían llegado a sus oídos sendas infidelidades. ¡Cónchales! Si te llamas Cachi, estás “predestinata”. La hija de Carlitos Behrens, de nombre Carolina, era “divina”. Y su trabajo en el kinder “Mititá” muy de agradecer. Tiky Atencio daba mucho juego cotorril. Y no digamos Leonor Zambrano y Carmen Tinoco, ambas con bien ganada fama de ninfómanas. La Tinoco reconocida también como pin­tora de cierto mérito. Todas ellas operadas del piso de arriba (pecho) y de la azotea (cara). ¡Qué pendejas!

Clara era asidua dominguera del hipódromo de La Rinconada. Un mafioso italiano la aficionó al polí­cromo y bien montado espectáculo, cómodo si se dis­fruta desde los palcos del Jockey Club. El compay na­politano pasaba “datos” a Clarita para que ésta se “restease a muerte” con una yegua más o menos coja. Un domingo el mafioso desapareció... para siempre. Se dijo que debía el monto de apuestas de las de “por fuera”[29], es decir, no oficiales y que su carro, con él dentro, “como que se precipitó al río Guaire”, sin que la policía metropolitana hallara causa que lo explicara. Mejor así, que pudo haber aparecido guindado por las bolas en un árbol del parque de Los Caobos.

Clara se medio enamoriscó en dos ocasiones en aquellos cuatro años caribeños, si bien evitó convertirse en víctima voluntaria de la vida en pareja. Cuando no tenía acompañante sus chevalières servants o petime­tres eran Mauricio Lezra, amigo y compay judío y Ri­carte Olavarrieta, venezolano de original pensar. Con ambos tuvo amistad sin revés. Su primer empate[30] no duró mucho pues el bizarro italiano hubo de volverse a Milán, reclamado por la casa central de su banco. Pro­puso a Clara matrimonio que ella rechazó. Agradecida y aliviada, pues si bien el toscano se había arrufaldado con ella, Clara nunca le rindió su albedrío.

La segunda duró más y fue gozadosa porque con el naturalista alemán deambuló por Venezuela de la cruz a la fecha. Clara había advertido pronto que los venezolanos ilustres blasonaban de amar a su pa­tria pero desconocían su geografía. El estamento social que ella conoció y trató tenía dentista en Nueva York, pied à terre en París y los dolaritos repartidos entre USA y Suiza. La entonces existente clase media se conformaba con apartamento y cuenta en Miami. Pero los miembros de la junta directiva del Banco del Interior apenas sí conocían las capitales de los Estados de la República de Venezuela. Clara enseguidita consi­guió llamar por su nombre a un chaguaramo, a un totumo o a un jabillo. Y desde luego a un zapotero, a un guanábano o a un mamón. Más adelante se atre­vió a clasificar ejemplares de 40 m. de altura, como los cedros dulces, los apamates, la ceiba, el caobo y tantos otros.


El científico alemán había nacido en el delta del Amacuro y estaba acriollado. Juntos recorrieron la cor­dillera central y la oriental y los mismísimos Andes. También los llanos, donde el caudillo Boves “el uroga­llo” las hizo de a kilo, y el delta del Orinoco en Gua­yana, donde los ríos son rojos o negros. Los viernes por la tarde la recogía en un inmenso vehículo americano tipo ranchera con tracción a las cuatro ruedas. Se iban hasta el lunes por la mañana con todos los pertrechos necesarios para dormir donde tocara, que ambos sabían hacerlo al sereno. Podía ser en una cueva con guácharos o en el lujoso hostal Los Frailes, en Los Andes, a cuatro mil metros de altura y con río truchero por todo el centro de su lobby. O subidos en un tepuy[31], testigos del origen de nuestro planeta, que “pa’ mí que como que se formó en la región guayanesa”, decía Clarita.

La comida no era problema pues Clara apren­dió a amar la parchita, el cambur, el mamey, la gua­nábana, la lechoza, la manga, menos fibrosa que el mango, el bananito‑manzanito o la patilla. En Vene­zuela las manzanas y las peras, al no cultivarse allá, son llamadas frutas exóticas. Clara, que terminó casi vegetariana, canturruteaba un “merengue” muy gra­cioso y didáctico:

“Allá va el verdulero, con su carrito multicolor
lo lleva bien cargadito y calientico toavía del sol,
zanahorias y nabos, papitas nuevas para freír,
todo lo que usted quiera lo lleva Chucho el del paují.
Y lechuga fresca la lleva y repollo grande lo lleva,
remolachas y chayotas y cebollas colorás,
y la yuca andina la lleva y el yame para rallá,
ajoporro y auyama y la batata morá,
¡epa el verdulero!”

El plato nacional es el pabellón criollo y consiste en caraotas con arroz blanco, carne desmechada y rodajas fritas de plátano macho. No abunda el pes­cado que sólo saben preparar sancochado o a la parri­lla, en rueda o filet. Apenas sí se encuentra el pargo, el carite, el mero y, de agua dulce, el lebranche o la ca­chama o pacú. La carne es excelente, normalmente de cebú o de búfala, aunque Clara no era partidaria. “No me provoca la carne” decía en criollo. Famoso es el churrasco de Carora, Estado de Lara. Las partes de las reses se llaman de manera diferente que en España: así lomito es el solomillo, mientras que muchacho, lisa y lagarto describen la falda, la aleta y el morcillo. Ese lagarto es una pieza del ganado, no un reptil, aunque también se comen allí las iguanas, cuya carne se pa­rece mucho y sabe igual que la del pollo. Sus dulces favoritos eran los coquitos y besitos. Del mismo modo que la mandoca, la melcocha y el papelón. Con pru­dencia, pues el venezolano es pueblo goloso y zala­mero y sus dulces los más melosos y azucarados. Ya lo dice la canción: “ay coquito, coquito, coquito, no hay nada en el mundo más dulce que tú”.

En sus excursiones Clara y Gerd tuvieron ocasio­nes de observar con calma a los mamíferos más inte­resantes que pueblan las selvas nubladas, las pluviales y los llanos y deltas. El oso hormiguero, los perezosos, armadillos o cachicamos, ocelotes, jaguares, pumas, chigüires, tapires o dantas. Venezuela es país rico en especies de pequeños simios, y, sobre todo, en aves de mil colores. Las guacamayas, tucanes, turpiales, pau­jíes, corocoros o flamingos y una gran variedad de gar­zas y loros. La paraulata es semejante al tordo y el moriche, más pequeño que el turpial, es muy estimado por su trinar. Este pájaro cantor se llama igual que un árbol intertropical de la familia de las palmas, de cuyo tronco se saca un licor azucarado, y que se agrupa en formaciones llamadas morichales[32]. Los reptiles son muchos y algunos muy venenosos, aunque no sean tan llamativos como las anacondas o las boas constrictor. Léase serpientes de cascabel, de coral o manapares.

Por cierto que en las quebradas que vierten desde las laderas del monte Ávila hacia el río Guaire viven muchos reptiles, y si no que se lo digan a Clara, que a los pocos días de empezar a trabajar, encontró en el aparcamiento del mismísimo edificio de la Luz Eléctrica una serpiente coral plantificada en el asiento del conductor de su Ford LTD. El guachimán mató la bicha a culatazos de fusil. Ese mismo vigilante tuvo el mal juicio de pegarse un tiro en la boca en el patio de operaciones de la oficina principal del Banco del Inte­rior. Dejó escrita una nota a una novia que no corres­pondía a sus ardores juveniles y puso el local bancario perdidito de sesos. La cartita postrera, que la gerente general leyó a escondidillas de la policía, decía “Yo no sé por qué será que la negra no me quiere. Es la pura realidad”. Años después, Clara oyó pregonar así un diario de la tarde: “Panorama[33]. Panorama, con las úl­timas de hoy, un hombre que se ha guindao, desenga­ñado en amor”. Tremenda vaina la del mal de amores.

Clara aprendió muchas expresiones criollas y sabía imitar la cadencia de aquella habla con su na­tural gracejo. En una ocasión, cuando negociaba con los huestes de Tarik Escalona el convenio colectivo del banco, Clara fingió que se ponía fúrica y utilizó expre­siones que fulminaron aquella mesa de machistas de color. “No me sean ustedes maricos”. “Que nadie me embrome ni me eche vainas o le miento la madre”. “En esta mesa hay un ciudadano remamagüevos y pajúo que anda tocándome las bolas”. A continuación dedicó a los negociadores la más angelical de sus son­risas y les invitó a cafesito guayoyo y arepitas con queso e’mano y cachitos y cachapitas. Reanudó la reu­nión así: “Y ahorita no me “mamen el gallo”[34]... Un sindicalista dijo de Clara “a esta doñita como que le han madurado las espigas del cuerpo”. Otro confesó que había caído prendado de ella “porque era la pri­mer mujer que me miró profundo”. “Me lleva a monte” dijo un tercero.


Los políticos dieron algunos disgustos a Clara pues, acullá como acá, son proclives a pedir créditos sin garantías y, por ende, a no honrarlos a su vencimiento. Un senador de la república amenazó a Clara con re­visar su expediente de nacionalización si no obtenía inmediatamente el préstamo solicitado. “Doñita, Ud. ya sabe cómo son las vainas en la dirección de extran­jería. No quiera Dios ni la Virgen ni los santos que tenga Ud. problemas con la DISIP...”[35]. Clara replicó al senador que su departamento de análisis no conside­raba viable la operación sin garantías adicionales y que no pretendiera jurungarla, pues a su partido pro­bablemente interesaría saber el número de la cuenta que, en un banco de Nueva York, atesoraba el bojote de dolaritos que el senador había ido juntando en los últimos años con gran aplicación malversadora. Se guardó en la recámara, para caso de ulterior necesi­dad, los datos que tenía sobre la familia ilegítima que había formado, en paralelo a la oficial, el padre de la patria de Bolívar.

En una excursión a los cayos de Morrocoy Clara conoció a Margot. Ambas se hospedaban en una po­sadita, con suelo de tierra y techo de hoja de palma. Ésta suele utilizarse para techar los “caneyes”[36], hábito peligroso porque puede servir de cobijo a los mosquitos que transmiten el parásito que provoca el terrible mal de Chagas. En Morrocoy Clara pasaba el fin de se­mana con Gerd en tanto que Margot lo hacía con su marido, diplomático español destinado en nuestro Consulado en Caracas. Cenaron juntos lebranche “ca­chicameado”, muchacho a la naranja y de postre una deliciosa torta de jojoto, que estaba ni muy muy ni tan tan de dulzona. Todo ello regado con unas lisas de cer­veza Zulia. Clara apreció sobremanera la inteligencia y cultura de Margot, mujer bellísima y de gratísima con­versación. Nieta de un ilustre regeneracionista nacido en el régimen bipartidista de la España de la restaura­ción, Margot era liberal y autodidacta, y prendió entre ellas una amistad sin revés que aún perdura.

Los meses que coincidieron en Caracas Margot y Clara, Clara y Margot, brillaron en el tout Caracas para envidia de las señoras del “contri” que no podían rivalizar con ellas ni en belleza ni en ingenio. Por eso alguna de ellas hizo correr el cuento de que las espa­ñolitas eran “cachaperas”[37]. Puritita envidia y más nada. ¡Más quisiera el gato lamer el plato!

Aquel año Margot y Clara viajaron a Trinidad y Tobago para conocer sus carnavales y empaparse en la música creole de los calypsos y las steelbands. Visi­taron las haciendas de café y de cacao y algunos reco­letos cementerios con mausoleos de extraña belleza. Las dos amigas pasaron también un fin de semana en las islas Barbados, en un golf resort de arquitectura colonial inglesa llamado Sandy Lane, situado en medio de plantaciones de caña de azúcar. A la hora del té, el regimiento de coraceros de la reina, engalanado con pieles de ocelote, atacaba con más ánimo que des­treza viejas marchas militares del Reino Unido. Los pe­ricos y cotorras desayunaban con ellas en la veranda de su bungalow. ¡Qué jollín más bullicioso! Los lugare­ños conocen sus derechos laborales pues el día de su partida, el maletero del aeropuerto se negó a cargar con las valijas de las españolas con el argumento ina­pelable de “me no working today”. Estaría de huelga.

El tercer viaje que hicieron juntas fue a las Anti­llas Holandesas. Curaçao conserva colores y sabores fuertes y especiados, como su mestiza jerga. Aruba es un atolón de coral blanco que nada en un mar verde zafíreo. Sirve bien para descansar, comer creole y jugar al blackjack en sus casinos.

La sociedad caraqueña era el paradigma de la doble moral. Las damas aparentaban recato y fingían gran dedicación a los roperos, bingos, tes y otras za­randajas de caridad. Por dentro, la vocación de tales comadres consistía en ponerse de chupa de dómine y birlarse los maridos entre ellas. Currutacas en el vestir, en hablar eran todo hoja y no daban fruto. Todo ello envuelto en mucha gimnasia de jazz, aeróbic, pocos o ningún libro y bien de mucamas que allá son colom­bianas.

En ningún país el servicio doméstico es desem­peñado por lugareños. En Venezuela sirven las colom­bianas, en España las filipinas, ecuatorianas o perua­nas, en Costa Rica las guatemaltecas, en Guatemala las haitianas y así sucesivamente. Esta constatación puede predicarse también de otros oficios como la al­bañilería, la recogida de basuras urbanas, o el noble arte de abrir zanjas. Creo que pasa igualmente con las mozas que se dedican a satisfacer los apetitos venéreos de la parroquia. O sea, al puterío fino. Ya no hay cor­tesanas locales. Cosas de la globalización. Mi editor ha instituido un premio para quien documente suficiente número de casos de indígenas que realicen tales oficios en su propia tierra. Sigue desierto.

El hombre venezolano es de natural flojo, probablemente por su acendrado cristianismo ya que éste considera el trabajo como un castigo bíblico. La misma palabra lo dice, que trabajo viene de trepalium que en latín es tortura. ¡Pa’ que luego vengan los pro­testantes y lo santifiquen! El criollo es también promis­cuo. Suelen tener varias familias y son sus mujeres quienes trabajan y atienden a la prole. El varón, si po­bre, bebe aguardiente de caña, juega dominó o al naipe con los amigos a la sombra tierna de un flambo­yán o de un tamarindo[38] y planifica sin cesar negocios y trapicheos de imposible cumplimiento.

Francis Picabía escribió en 1921: “Generalmente los seres particularmente inteligentes no hacen nada. No porque sean perezosos ni porque se encuentren mal, sino porque su instinto les hace presentir la inutili­dad de todo, de manera que su bienestar moral vive en un espacio envenenado de pesimismo”. No cabe duda de que los venezolanos son especialmente inteli­gentes en este sentido picabiano. Un pescador de ata­rraya del Orinoco, río que al sur de Puerto Ayacucho ya no traía morralla por culpa de los garimpeiros, contó a Clara que le decían que en Puerto Ordaz tal vez encontrara trabajo. El pescador, que andaba a la cuarta pregunta, se quejaba: “si yo no sé hacer ná. Tengo lo que el río me trajo”.

Clara, estudiosa del taoísmo, recordó la anéc­dota del filósofo taoísta Zhuang Zi, quien, en la corte del rey de Chu, de la dinastía Tang (618‑907 de nues­tra era) fue nombrado funcionario del jardín de los ailantos (el árbol de laca o ailanthus altissima), puesto de gran jerarquía en dicha corte. «Zhuang Zi pescaba en el río Bu. El rey de Chu le envió dos mensajeros para prevenirle diciendo: “Tengo intención de molestarle haciéndole que tome el cuidado de mi reino”. Zhuang Zi, la caña en la mano, sin dirigirles una mirada, les contestó: “He oído decir que el rey de Chu posee una tortuga mágica que murió hace ya tres mil años. El rey la guarda en su palacio en un cofre bien envuelta en paños. Esta tortuga ¿hubiera querido morir para que sus huesos fueran tan honrados o hubiera preferido seguir viviendo arrastrando su cola en la ciénaga?”. Los dos ministros le respondieron: “Hubiera preferido vivir y arrastrar su cola en la ciénaga”. Zhuang Zi les contestó: “Idos. Yo también seguiré arrastrando mi cola en la ciénaga”[39]». Clara, como ave corsaria que recela del alpiste, no gustaba de la compañía de personas con alma de siervos[40].

Si el individuo es rico bebe whisky de doce años, mejor con agua de coco, (unos prefieren Chivas, otros etiqueta negra y algunos más Dimple, allá llamado tres filos), juega igualmente al dominó pero, eso sí, en la bellísima casa del “contri” club, y presta sus ilustres apellidos para que las multinacionales puedan operar en un país muy proteccionista. Con tales regalías man­tienen varios hogares. Uno legítimo con esposa blanca como la leche y más inútil que el pecho en los hombres. Otro u otros con mulatas que les paren hijos que, cuarterones ellos, sirven para ir aclarando el color me­dio de la población. Color que va desde los tonos cobri­zos de los pobladores que descienden de las tribus indí­genas, a los más oscuros de los que lo hacen de los afri­canos importados por los colonizadores. O séase, de los esclavos. El color de los afro puede ir desde el negro teléfono al azul ala de cuervo, pasando por el marron­cito o el guayoyo con “lechita”[41]. En Venezuela se vende muchísimo fijador para el pelo porque nadie quiere mostrar rizos, por si revelan mezcla con sangre del continente perdido y descalabrado que antes se llamaba África.

Aparentemente no hay racismo. Pero, descon­tando los saludos corteses que se cruzan blancos y ne­gros en el ascensor de los almacenes Sears, no existe ni un solo caso de chica blanca rica que se haya casado con hombre negro o indio. Las mujeres de la clase do­minante no toman jamás un solo rayo de sol no vaya a ser que un tono tostado confunda al personal sobre la decencia de sus tatarabuelas. Se cuenta un caso de familia blanca instalada en La Lagunita “contri” club que, cuando no pudo ocultarse que un nieto había nacido subidito de color, explicaron que era cuestión de las leyes de Mendel ya que la blanquísima abuela del nené chocolate había sido raptada por un gorila[42] en la selva de Choroní. Valdetronco se casó con vasca rubia de ojos claros, siendo negrito él. Pero ambos eran pobres.

La Navidad en Venezuela se empezaba a pre­parar a finales de octubre. Las señoras adineradas her­vían a la búsqueda de compras inútiles e imposibles ya que siempre remataban el shopping en Nueva York. Semanas tardaban en dirigir la preparación doméstica de las hallaquitas de gallina, las empanaditas de hojaldre, las tortas de auyama o los merenguines de guanábana. También de los buñuelos de yuca, las pol­vorosas, la polenta criolla o el bienmesabe. En los ran­chitos la cena de Nochebuena consistía en chupe de gallina o sopa de caraotas negras seguido de hervido cruzado, para rematar con una torta burrera o unas arepitas de anís. “Picar la torta” llaman a nuestra operación de “partir la tarta”. No hay que confundir tal expresión con la de “poner la torta” que significa meter la pata o más precisamente, y con perdón, “ca­garla”.

Los villancicos, llamados aguinaldos, son precio­sos, sobre todo los del Zulia. La costumbre demandaba preparar en cada casa una gran ponchera de guara­pita, a base de ron y papelón raspado, para obsequiar a sus cantores. “¡Quién ha visto a un negro como yo tomando papa, lechuga y calabazate con semejante guarapita!”, le dijo una vez a Clara uno de Oriente con pinta de gafo. Los instrumentos musicales son los cua­tros (guitarricas con cuatro cuerdas), el seis larense, la güira o cualquier otro que haga ruido y, eso sí, la zam­bomba como reina de la zarabanda navideña.

En la Caracas de los 70 se podía vivir, de algu­na manera, sobre seguro. Hoy se contabilizan cente­nares de muertos a balazos cada fin de semana en Caracas, muchos de ellos simplemente por la impru­dencia de llevar unas zapatillas deportivas de marca. Los antisociales se enconchan en las barriadas margi­nales y no hay policía metropolitana, ni judicial, ni na­cional que valga. Cobran los delincuentes peajes y ex­piden salvoconductos para entrar en sus barrios.

Cuando Clara vivía en Caracas bastaba con tomar las precauciones que los españolitos del club de tenis Altamira recitaban como pericos, con el sano pro­pósito de meter miedo en el cuerpo del recién aterri­zado en Maiquetía. A saber: echar los seguros del coche mientras se conduce, esperar a que se cierre la puerta del parking comprobando por el retrovisor que no en­tre ningún malandro, no subir en un ascensor a solas con persona desconocida, y... llevar encima una buena Smith & Wesson del calibre 38 o una Walter PPK de repetición.

Clara portaba indistintamente el revólver S&M o la pistola Walter. Aprendió a tirar (verbo que en Ve­nezuela significa fornicar) en una galería apropiada y también tomó clase de judo y jui‑jitsu con el maestro japonés Shigeru Onoda. Una vez le asestó un mando­ble con el borde de su mano derecha y en el plexo solar a un presunto violador que la acosó a la salida de Le Club, en el centro comercial Chacaíto. El sátiro hubo de ser llevado al hospital en Petare con fractura de tres costillas y extensas petequias. El médico de guardia dijo a Clara, quien se había arriesgado a llevar perso­nalmente al alguacil aguacilado al hospital: “Señora, le pegó duro...”. Ella contestó “Doctor, se portó malísimo”. Clarita pensó luego que su agresor debía ser un hom­bre de lunas, pues nuestro satélite estaba en lleno la noche de autos.

La españolita tuvo más ocasiones de mostrar tanto que era bien arrecha como que dominaba el argot local. Le costó un poquitico asimilar los cambios de género. Los nenés y los bebés tienen dos “manitos”, no manitas. Se prende un “bombillo”, que no se en­ciende una bombilla. Las cerillas son “cerillos”, la radio es “el” radio y así en bastantes palabros de la jerigonza venezolana y... andaluza. ¡Ah! y un marica es un ma­rico.

Una navidad cualquiera Margot telefoneó a Clara a media voz. “Estoy en un lío. Ven corriendo al 23 de enero, edificio Carabobo, Marrón esquina a Pelota”[43]. Eran las tantas de la noche. Clara agarró (se había acostumbrado a no decir “coger”, que allá significa lo mismo que tirar. O sea, joder) la Walter PPK, se saltó todos los “cocuyos”[44] en rojo que hizo falta y rescató a Margot de un grupo de malucos que la tenían presa en una tagüara de aquel barrio, afamado porque la mismísima PTJ (policía técnica judicial) no traspasaba jamás sus confines. El barrio databa de los tiempos de Pérez Jiménez y cobijaba a lo más selecto de los vaga­bundos patoteros. “Curruñas” unos de otros y todos “panas” (partners) entre sí.

Clara tuvo el buen criterio de no preguntar más nunca a Margot sobre la génesis de aquel incidente que pudo terminar en el retén de Catia, cárcel peli­grosa donde las haya. O en el fuerte Tiuna, que es “pior”. Una mala noche la tiene cualquiera, y más nada. A mayor abundamiento, Clara tenía fresca una sentencia de Margot: “las personas tontas dicen tonte­rías, las inteligentes las cometen”. Aquella noche Mar­got había sido inteligente. Al día siguiente, en su des­pacho, Clara pagó mil bolos a un guardia nacional que ayudó a las dos españolas en el trance. El benemérito miembro del cuerpo de seguridad más prestigioso de la república, hoy bolivariana, de Venezuela, apareció en escena porque, según sus palabras, “estaba este negro jamoneando[45] con su cuero cuando como que se oyó una gritadera en el bonche de la tagüara y pensé ¡qué carajo! p’allá que me arrimo a vel quí húbole...”. Pero quede claro que fue Clara quien salvó a Margot de aquel mal paso. El guardia nacional llegó tarde, si bien fue bienquista su presencia.

Tercera demostración. Por aquel entonces tem­bló la tierra en Caracas, zona de elevado riesgo sismo­lógico. Clara dormía en su ático en la madrugada del terremoto. Las autoridades dieron orden de desalojo de los edificios conminando a los ciudadanos a que fueran a los parques públicos en donde la Cruz Roja empezó a instalar tiendas de campaña, que, por cierto, se parecían mucho a las carpas que acogen los festejos de los matrimonios[46]. Elpidio, conserje gallego del edificio Junín, hizo recuento de sus ocupantes. Clara faltaba. Subió a pie las once plantas, pues los eleva­dores no deben usarse en trances telúricos. Timbró cien veces. Clara, sueño profundo, oyó al fin. Salió en ca­misa de dormir. Escuchó a Elpidio y le dijo: “mi’jo. No te apures, pues, que yo sigo con mi dormidera. Me quedan no más de tres horitas... y el día de mañana lo tengo bien bravo...”. Y fuese a ver si Morfeo la tomaba otra vez entre sus amorosos brazos.

En aquella década los inmigrantes en Vene­zuela se habían estratificado por profesiones. Los ca­narios se dedicaban primordialmente al campo y más específicamente a la cebolla. Los gallegos se colocaban generalmente como conserjes (porteros) de los edificios de clase acomodada. La gran excepción era Saturnino Cuquejo, dueño de Manaplas, CA y por tanto rey local del plástico y sus derivados. Bien de plata tenía aquel palo de hombre.

Los italianos estaban especializados en regentar sastrerías. La más famosa era de un cursi llamado Clement. También en el negocio de la construcción y en su corolario el transporte de concreto en enormes gan­dolas. Los portugueses, por su parte, eran dueños de las tiendas de abastos y despachos de abarrotes. Algu­nos eran excelentes ebanistas, como Carmindo da Ro­cha, que amueblaba las oficinas del banco con maes­tría y cabal puntualidad y justiprecio. Los judíos eran dueños de los almacenes de ropa y de tejidos, géneros que los turcos vendían de forma ambulante. A Clarita le encantó el estribillo de una canción que escuchó a un trovero en el oriente del país: “Mi may (madre)[47] no se puso luto porque no tenía real y el turco que vende ropa no se la quiso fiar”. Los vendedores ambulantes se llaman buhoneros.

Éstas eran las colonias principales llegadas a Venezuela en los años 40 y 50.

Salvo casos aislados, los españoles que buscaron de nuevo El Dorado en nuestra postguerra carecían de cultura y preparación profesional, cosas difíciles de ad­quirir en la España rural de entonces. Tan es así, que, todavía en los años setenta, los venezolanos, por me­nesterosos que fueran, decían de nosotros que olíamos mal y que no éramos partidarios de la ducha diaria, tan precisa en el subtrópico (y en la Patagonia, claro). Y llevaban razón, en buena parte. ¿Cómo se podían duchar los españoles en 1940 en una aldea gallega, o canaria, o andaluza... si no había agua corriente? ¿Cómo carajo?

Pero... no eran sólo nuestros aldeanos los que olían a choto. Clara conoció a distinguidos empresarios que parecían “gochos”[48]. Por contra, el criollo, inclusive el de ranchito, es limpio como los chorros del oro. No le abandona nunca el desodorante, su ropa es pulcra y lleva impoluta franela blanca debajo de la camisa. Elpidio apestaba, sin pena[49] alguna. El negrito Reyes olía a rosas del campo. Una vez le picó una nigua (díptero tropical) que hizo una puesta de huevos en una herida de su pierna izquierda. La pata «como que se me “agusanó” “doctorsita”». Casi la pierde. Pero no dejaba de ducharse a diario. ¡Caracha con el negro! Bien que tardó en cerrarse y encarnarse la llaga de su pata.

Con escasísimas excepciones, a Venezuela no arribó el exilio republicano que encarnaba la gran cultura que floreció en nuestra segunda república. México y Argentina, y luego USA, se llevaron lo mejor. Caracas, apenas algún catedrático de Derecho.

Clara procuraba procurarse alimento para su rincón espiritual. Tertulias con el pintor español San José, de la escuela de Vallecas, quien había dejado las eras castellanas para pintar nocturnos de Caracas. ¡Di­fícil emigración siempre! Por razones profundas que Clara intuía, en Venezuela, al contrario que en España, los escultores son mejores creadores que los pintores. Admiró y conoció a Soto y a Cruz Díez. En persona y en obras. De la llamada escuela cinética. Sólo por ver la imponente escultura de Jesús Soto en la represa de El Guri vale la pena ir hasta el profundo sur del país. Apreció y trató a Simón Díaz, el mejor compositor de canciones populares que ha dado Venezuela. La for­tuna quiso que conociera y amase la obra de Juan Vi­cente Torrealba, el maestro compositor y divulgador del arpa llanera. ¡Concierto en la llanura! Fue presen­tada también a Joselo, un cómico a la altura de Can­tinflas o Benny Hill, desperdiciado en la caja tonta ca­ribeña. Ya existía en los setenta el vidéo (con acento en la é), llamado Betamax. No lo quiso para ella nuestra española. Clara era cliente de la galería de arte Acquavela, donde compró un Grau Sala de motivo hípico[50].

Aceptó impartir algunos seminarios en la Uni­versidad Central de Venezuela. Mayormente sobre ética y beneficios empresariales. Solía comenzar seña­lando que la ética ni se enseña ni se aprende. Se tiene o no se tiene. Se practica o no. En Puerto Cabello y en Trujillo dirigió jornadas de trabajo sobre métodos para luchar contra el lavado de dinero procedente del nar­cotráfico, convencida de su perfecta inutilidad por la hipocresía general que impera en la materia.

Se escapaba con frecuencia al pueblo por nom­bre El Hatillo, remanso de estética lleno de corotos ar­tesanos en un país que imitaba en todo a lo peor de USA. «Se me “agringó” esta tierra» decía Clara. Tam­bién iba a El Junquito y a la colonia Tovar, idéntica a un pueblo tirolés pues de allá procedían sus fundado­res, recluidos en una montaña porque en su buque, en el siglo XVIII, se declaró la peste. Les encerraron en un valle entre montañas para la cuarentena profiláctica y allá se quedaron. Se casan entre sí, visten de tiroleses o así, cultivan fresas, hacen su charcutería, reproducen sus casas, siguen siendo rubios (catires) y... tienen un problema serio de consanguinidad. “Inbreeding” dicen los genetistas que crían caballos de carreras.

En la reducida y endogámica comunidad ban­caria capitalina, Clara, banquera atípica en una pro­fesión entonces[51] machista, tradicionalista y malquista por el resto de la sociedad, incluido el empresariado, consiguió[52] fama de competente y honesta. Que era competente lo demostró sacando adelante una em­presa llamada PRODUVISA, perteneciente al grupo Ferré, dueño de la producción de vidrio en el Caribe.

La empresa pretendía presentar quiebra en un juzgado de Caracas. Para Clara era su reválida, doc­torado o la prueba del nueve o de la rana si se quiere. La firma de vidrio plano y para envases debía al Banco del Interior CA un platal, realero o bojote de bolívares. Clara tomó las riendas de la negociación, ayudada por el viejo abogado Dr. Aguirre, hombre honesto y de su confianza. Consiguieron encabezar el sindicato de acreedores, a pesar de no ser los principa­les prestamistas, y se las apañaron para que la familia Ferré comprendiera que, o cumplían en Venezuela, o se las verían negras en Santo Domingo, en Guatemala, en Costa Rica y en el mismísimo Puerto Rico, puerta del mercado USA. Cuentan que el viejo Ferré se fue por Maiquetía prometiendo que “echaría plomo ca­yéndola a tiros” a esa doctora española de mierda si se la volvía a cruzar en su vida. Conocida su amenaza o desahogo verbal, Clara se limitó a susurrar: “¡Bah! A ese carcamal ni se le para la pinga”.

Tiempo después, el primer importador de cau­chos (neumáticos) de Venezuela, compañía dada a especular, monopolizar, desabastecer el mercado y manipular sus precios, empezó a preocupar a Clara. Detectó que un gerente del Banco del Interior había elevado los límites de las líneas de crédito, descuento y descubierto por encima de sus instrucciones y de lo ra­zonable. A poquitines, Clara fue reduciendo las reme­sas a descuento y tapando los excedidos y descubiertos con papel bueno y avalado y todo ello sin provocar alarma en la banca local.

El duce italiano de la importadora de cauchos, que atinadamente se llamaba Giuseppe Capo, se pre­sentó en el despacho de la gerente general del Banco del Interior CA. La piropeó, halagó, se insinuó con ma­ñas sicilianas y al despedirse dejó en la mesa de Clara un llavero de oro con la estrella Mercedes‑Benz en es­malte. La banquera inquirió con la mirada qué era aquella vaina. El italiano señaló hacia la calle a través de los ventanales del despacho calle. Clara se asomó y vio un carro Mercedes dos puertas de ese modelo en que éstas se abren hacia arriba, y no en vertical, como todas las puertas de todos los demás coches. Clara llamó al jefe de seguridad del banco para que fuera testigo de la devolución al italiano del llavero con sus llaves, y acompañara a la puta calle al corruptor. Así pasó.

Ella no contó nada, pero en menos que canta un gallo en la rama de un samán, lo supo el tout Cara­cas. Más de uno comentó: “¡si será pendeja la españo­lita... no entenderá nunca de qué va la vaina...!”. Pero se ganó el respeto de los banqueros locales, algunos de ellos menos escrupulosos de conciencia. Y eso que ja­más supieron que Clara regresó a España sin ahorros. Vivió bien, pero rehusó negociar con títulos o propie­dades. En Bolsa o fuera de ella sólo hizo una plusvalía y fue al vender su acción en el club de golf. Volvió en paz con su conciencia. El que administra caudales aje­nos recibe por ello su remuneración. Y más nada. Era su código.

El fatum quiso que Clarita llevara la suerte a Venezuela pues a su llegada el precio del barril de pe­tróleo subió una barbaridad. Su marcha coincidió exactamente con una gran bajada del oro negro. En aquellos años Venezuela se apellidaba saudita pues estaba sembrada de lo que un intelectual calificó como “el excremento del diablo”. Lo cierto es que el crudo petrolífero ha servido para relajar la moral y el es­fuerzo de aquella sociedad, y enriquecer a los gobier­nos malbarataradores sin que el pueblo haya elevado su nivel de educación y de salud. Hasta el punto que, hoy en día, son instructores y médicos cubanos quienes están ayudando a la patria de Bolívar. Razones ideo­lógico‑políticas aparte. Otro apunte: durante su etapa venezolana comprar un dólar costaba 4,30 bolívares. Hoy para hacerse con un billetico verde de un dolarito hay que poner más de 1.900 bolívares. ¡Vaya vaina!

Clara odiaba la costumbre caraqueña del coc­tél (así pronunciado y acentuado) de cada fin de jor­nada. De lunes a viernes era ineluctable que cada día tuviera dos o tres invitaciones para sendos coctéles. A las 7,30 p.m. o dabas un coctél o te lo daban. Los anfi­triones eran empresas, clientas o no del banco, que querían presentar en sociedad a un nuevo gerente que venía de Madrid, de Roma, de Nueva York o de la Conchinchina, para sustituir al compañero, y sin em­bargo enemigo, que regresaba a la Conchinchina o a Nueva York o a Roma o a Madrid. Ídem de lienzo por Navidad, o porque era menester festejar el aniversario de la compañía o el día del pavo en la metrópoli. Cualquier cosa.

El ritual principiaba por alquilar el salón más grande de los hoteles Tamanaco o Caracas Hilton, que no había más. Los salones se llamaban Guaicapuro, Naiguatá y demás nombres de los caciques indígenas exterminados por los ascendientes de los próceres loca­les. Se engalanaban con esculturas de hielo muy re­quetecursis; los mesoneros no terminaban de servir pasapalos (aperitivos sólidos)[53] y palos (ídem líquidos). Los centros de las flores amarillas del araguaney o rojas de los bucares o de orquídeas de mil colores eran del gusto de Clarita, quien no bebía licor en público. Nece­sitaba distinguirse de los borrachos que se metían p’al cuerpo doce o quince Chivas con hielo, en vaso en­vuelto con servilleta de papel, y que trastabillada­mente argumentaban que en realidad no bebían, que sólo eran “social drinkers”.

Al filo de la medianoche las parejas, ajuntadas antes o durante el sarao, se iban a bailar a Le Club en Chacaíto o a yacer y folgar en los hotelitos por horas de la Florida, El Cafetal o Los Palos Grandes. También servía a tal fin una propina en la recepción del hotel sede del coctél (cien bolos eran OK, pero la vaina fun­cionaba mejor con doscientos) y ¡páquiti! ¡míquiti! ¡épale! ya tenías en tus manos la llave de la suite presi­dencial, amueblada, eso sí, al gusto beverlyhilliano. Los machos que no se habían empatado terminaban to­mando tragos en el Pom‑Pom Club, antro sicalíptico con buena música y mejor compañía. Había bebidas frías y mujeres calientes.

Los cuatro años de su contrato huyeron en un suspiro. Don Moisés quiso renegociar con Clara un nuevo compromiso por otros tantos ejercicios. El banco había multiplicado seis veces su balance y los beneficios por tres. Clara preguntó si el Sr. Lobezno continuaría presidiendo el entramado de compañías fiduciarias. “No puedo hacer otra cosa. Ya me gustaría pero... no tengo fuerzas ni ganas para dar la batalla con mis hermanos en Madrid y en Venezuela con los zamuros de allá. Habría que desmontar las compañías pantalla que son propiedad de sociedades que tienen en su cartera participaciones societarias de compañías pro­piedad de Lobezno y sus testaferros...” le contestó el banquero.

Clara miró por los ventanales de su despacho en el bello inmueble de la Luz Eléctrica, Urdaneta es­quina Urapal a Río. El Monte Ávila la tenía prendada. Así contestó a Don Moisés, en criollo:

‑ Gracias. Me devuelvo pa’ España. Horita es ya. ¡Caracha! no sólo se vive de la banca.

Colgó[54] el teléfono. Se acordó de la copla de Simón Díaz

“Un lunes por la mañana,
principio de la semana,
se despidieron sus ojos
de tan lindo panorama”.

Sabía que añoraría Caracas tanto como que debía marchar. Imperativo kantiano. Preparó todo para partir un lunes, que fue el día veinte de junio de mil novecientos tantos. Antes de largarse ya sentía nostalgia. Como dijo el trovador en criollo vernáculo:

“Si mi querencia es el monte
y la flor de araguaney,
cómo no quieres que tenga,
cómo no quieres que tenga,
tantas ganas de volver”.

Aún hoy, la silueta del monte Ávila sigue mol­deando el contorno del corazón y de las entretelas de Clarita. Permanece en ella sin recurso, cual niebla sin cocuyo. La Rondalla Venezolana, en su fiesta de des­pedida, cantó a Clarita un bolerito con un estribillo que aceleró su pulso: “Dile al lucero del alba / que te vuelva a regresar”.

Terminado el manuscrito de esta historia, el azar y la necesidad me hicieron toparme con Clarita. Me abrazó con fuerza. ¡Diez años sin verla! Venía de los Balcanes, de cumplir un “mandao” de la ONU.

¡Dios, qué guapa estaba! Cenamos en La Trai­nera. Puse en su regazo mi libretita moleskine con este relato a lápiz. Supliqué. Me dijo que se iba el día de después de esa noche. Supliqué. Apartó el lenguado y se puso a leer.

Pedí un cafecito colao, la miré y respiré su olor a mejorana. A eso de un cuarto para las dos de la ma­drugada levantó sus ojazos del cuento. Me miró con su mirada griega y yo me convertí en un hombre interior y antiguo. Así habló:

‑ OK compay. Faltan cosas y otras sobran. Me dibujas a carboncillo, pero no te atreves con el óleo. Si me ves así... déle pues.

Arrimé a Clarita a su hotel. Dormí en el sofá del saloncito de su suite, pues quería acompañarla a Ba­rajas. Su vuelo para Guatemala se retrasó, pero sólo un ratico. Apenas dio tiempo para decirle que no po­dría aguantar otros diez años. Y que me prologase el contezuelo.

Posó sus labios en los míos. Dulces como la dulce brisa de un palmar. Sin apartarse, me dijo quedito:

‑ Manito[55], cuando me devuelva pa’ Madrid, no quiero verte “esguañangao”[56]. Tú eres un varoncito bien guapo[57] y arrecho y sabrás encontrar tu camino, que está escrito en las estrellas. Haz lo que te apetezca, no lo que tu mente piensa que debes hacer. ¿Cuántos años nos quedan por vivir?... No hay sitio para las brumas de la tarde. Vacíate y sé tú mismo. Te man­daré una entradilla para tu historieta. Chaíto pues.

En casa busqué el librito de juejus de Wang Wei que Clarita me había regalado un día de viento de primavera. Allí estaba. El poemita chino intitulado “cercado de las magnolias” dice al cierre “las brumas del atardecer no tienen un lugar”.

Vacío. Silencio. Vacío del vacío como fuente de la creación. Es así. Si no sabemos qué hacer, si nos aburrimos consciente y libremente, podemos crear. Cualquier cosa.

El hombre moderno, sometido al trote de ta­reas sin fuste marcadas a punzón en su agenda elec­trónica, es un hombre exterior.

Clara me había sugerido que eligiera. Lo hice. Casi. Antiguo. Interior.


[1] Venezuela, país mucho más grande que España, no tenía ferrocarril y me pa’que que sigue huérfana de él. ¡Qué vaina! Advierta el lector desde ahora mismo que vaina es la palabra más anfibológica que existe. Tiene múltiples sentidos y mil y una aplicaciones.
[2] Palabra que no se usa en Venezuela. Dicen “swiche”(switch). Al armario le dicen “clóset”. “Fulanito ha salido del clóset”.
[3] En Caracas los edificios no tienen numeración. Las direcciones mencionan la calle y la esquina o esquinas próximas y el nombre del inmueble, pues todos lo llevan.
[4] Si está operativo, dicen hoy los informáticos y demás gente menuda.
[5] “Pero lo que es falso, insidioso y enervante para la gran sociedad latinoamericana es postular que nuestro ser esencial se derive de las culturas precolombinas, y que la implantación de la cultura occidental en estos territorios a partir del descubrimiento y la colonización, sea el inicio de una curva descendente en la fortuna de Latinoa­mérica, la alteración perversa por el imperialismo (que para el caso se supone un solo proceso orgánico, que viene desde 1492 hasta hoy) de una situación imagina­riamente auténtica, autóctona, feliz, libre, y su transformación en una situación falsa, alienada, desgraciada y dependiente. La caída del Buen Salvaje, que podrá ser vengada (y restaurada la situación anterior de beatitud natural) sólo por el Buen Revolucionario”. Esto lo dijo Rangel en 1976, no yo.
[6] Hacer la pelota en criollo se dice “jalar (halar) mecate”. Mecate es cordel o cuerda hecha de cabuya, cáñamo, pita, crin de caballo o similar.
[7] Así llaman a los padres de la patria. Españoles de allá que se alzaron contra la Corona de acá.
[8] Anglicismo acriollado. Viene de watchmen.
[9] Ya se sabe. Hay que buscar un equilibrio razonable entre la libertad y la seguridad. En la duda, siempre más de la primera. Sin embargo, no se olvide que pagamos impuestos para que el Estado nos proteja. Si además hay que pagar a los prosegures de turno, algo falla.
[10] Coroto viene del pintor francés Corot. Se cuenta que un presidente de la Repú­blica de Venezuela, ante un inminente golpe de Estado, ordenó a su mujer que recogiera los cuadros y demás trastos para salir huyendo por piernas. Quiere decirse que aquel hombre tenía algunos cuadros del pintor protoimpresionista y transformó él solito un apellido en un sustantivo que ha quedado para la posteridad.
[11] Es decir, estupendamente. Se puede pasar chévere cambur o chévere parchita. O simplemente chévere.
[12] Arrecho quiere decir en castellano arduo. También persona gallarda, valiente o tiesa.
[13] “La Giralda” se llamaba, en un alarde de ingenio, la compañía anónima dedicada a importar de nuestro país aceite de oliva, olivas, pimentón, alcaparras y gofio canario.
[14] Pronúnciese “Chaves”, con s bien silbada.
[15] Las babas son caimanes americanos, especie protegida pero cuyas pieles se compraban en comercios de la céntrica calle de Sabana Grande. Igualmente estaba prohibida la pesca de las carey. Tampoco se respetaba.
[16] En criollo “prendas” son las joyas. Es buen castellano, como tantas palabras y expresiones de allá, caídas en desuso acá, salvo en algunas regiones. Sobre todo en Extremadura y Andalucía. Leo en la web del actual gobierno de la república boliva­riana de Venezuela que su sistema político es democrático participativo, que el idioma oficial es el castellano y que la lengua oficial es el español. ¡Qué querrá decir! Son la misma cosa. Idioma y lengua, español o castellano.
[17] En Venezuela “el interior” es todo el territorio nacional que no es Caracas. O sea, que los litorales del Este o del Oeste, también son “interior”. Significa algo muy profundo: la capital vive de espaldas al resto de ese enorme y precioso territorio.
[18] Cachos son cuernos para los venezolanos. Un cachito es un croissant, que tam­bién es cornudo.
[19] Papaúpa en venezolano es el cacique de una tribu.
[20] “Musiú” es extranjero. Debe venir de monsieur. Me parece que el femenino es “misia”, pero no me juego nada. Ni media locha, que era la octava parte de un bolívar. Las monedas de plata de cinco bolos se llamaban fuertes o cachetes.
[21] Con energía y con suavidad.
[22] En Venezuela, los empleados de banca, cuando reciben poderes, pasan a llamarse “funcionarios”.
[23] Jojoto es el fruto del maíz en leche. Por extensión, estar jojoto/a es estar verde.
[24] Franela es camisa. Traje se escribe “flus” o “flux”. El DRAE confirma que flux es un traje o terno masculino completo. Chaqueta “paltó” o “paltó‑levita” viene del francés “paletot”, que es un gabán de paño grueso. Los monos de trabajo de los obreros se llaman “bragas”. Esta prenda de señora se llama, por contra, “pantaletas”. Los “pantaloncillos” son calzoncillos. El culo no se nombra jamás por su nombre. Se dice “fondillo”. El sujetador de los pechos de las damas es un “brasier”. El terciopelo se llama “velús”, que no “velours” como en Francia.
[25] En Coro hay dunas o médanos que se desplazan. Un refrán dice “es como irse a Coro y llevarse el chivo puesto”. Debe haber mucha cabaña caprina.
[26] Carlos Rangel escribió en 1976 que “estos representantes de la edad de piedra no pueden competir, como antepasados míticos, con los incas y con los aztecas”.
[27] Lleno (de colmar, llenar) se dice “full”. “González, hágame el favorsito de llevar­me el carro a la bomba pa que lo laven y enceren. Full el tanque. Creo yo que un cocuyo no prende. Que lo miren pues y aguarda a que afloje el tránsito (tráfico)”. El tráfico o tránsito en Caracas es horroroso. Y eso que la ciudad está diseñada para el carro. ¿Será por eso?
[28] Lo han adivinado: era el aparato que llevó a Clarita a la isla de Margarita.
[29] En manos de la llamada metafóricamente “banca suiza”.
[30] “Empatar” es ligar.
[31] Formación rocosa muy grande y elevada, aislada, de pendiente vertical y cima plana, propia del macizo guayanés.
[32] Clara recuerda aún la letra de un bolero que le compuso un cantor de los llanos: “La tarde gris y el cielo azul, fueron testigos del beso frágil que te di en el mori­chal”. Asimismo rememora trozos sueltos de ingenuos versos de troveros del pue­blo. “Vengo de Puerto Cabello / por eso me gusta el mar / me levantaré temprano, / por si quieres navegar”. “Soy de los Andes, soy todo corazón / soy como el ruiseñor / que canta y es feliz”. Más calidad literaria tiene el que reza así “Lucero de la ma­ñana / préstame tu claridad / para alumbrarle los pasos / a mi amante que se va...”
[33] Panorama es o era un periódico regional del Estado de Zulia y Clara estaba en aquella capital estudiando la conveniencia de abrir sucursal en Maracaibo.
[34] “No me tomen el pelo”. Mamadera de gallo es literalmente “tomadura de pelo”.
[35] DISIP son las siglas de la Dirección de los Servicios de Inteligencia y Prevención.
[36] Cobertizo con techo de paja o de palma. Los caneyes suelen levantarse por los indígenas en los conucos, que son pequeñas parcelitas de cultivo.
[37] Lesbianas, “tortilleras”.
[38] De la misma manera puede ser un caobo, un samán, un araguaney o un bucare. Árboles de sombra tierna, mejor siempre.
[39] Cf. Chuang‑tzu, trad. de C. Elorduy, Monte Ávila, Caracas, 1991, p. 123. Toma­do del libro “Poemas del río Wang”. Wang Wei. Traducción y edición de Pilar González España.
[40] “Jamás he sido libre; toda la vida he estado obedeciendo con la paciente desgana de un burócrata pasmado, y encima siempre sin saber a qué”. (De La hija de la guerra y la madre de la patria). Rafael Sánchez Ferlosio.
[41] Lechecita. El lector habrá notado que los diminutivos a veces se recortan: leche­cita, lechita. Manecita, manita/o, wiskicito, wiskito. Portarse buenísimamente es hacerlo “buenísimo”. Y así. O al contrario, pues otros se alargan. Por ejemplo, mismito se puede oír decir “mismisito”. Ya Udes. ven...
[42] Un nené llamaba gorlijas a los gorilas. “Nené” es niño pequeño. Se utilizan los dos géneros: el nené y la nené. Igual que la bebé y el bebé.
[43] Esta dirección no existe. De intento es falsa para evitar represalias. Todavía...
[44] Cocuyo es un coleóptero fosforescente, parecido a nuestras luciérnagas. Así llaman allá a los semáforos y a los faros pilotos de los coches que a su vez se llaman carros.
[45] Jamonear significa lozanear. Es lo que dista un vulgarismo de un cultismo. Udes. ya me entienden...
[46] Bodas decimos nosotros.
[47] Los venezolanos jamás dicen madre o padre. Se refieren a ellos como mamá o papá, tengan la edad que tengan, tanto los pays como los hijos. No deja de ser curioso oír a un señor doctor ciudadano presidente de la República, de 60 tacos, referirse en público a “mi mamá”. Madre sólo se emplea para ofender. Para mentarle a uno la madre.
[48] Gorrino, cerdo, en los Andes. Carlos Andrés Pérez era llamado gocho, por andino, no por gorrino.
[49] Pena en venezolano es vergüenza.
[50] En cambio, no logró montar, por falta de tertulianos, una reunión mensual para hablar de literatura. No había nunca quórum suficiente. Y los presentes no pasaban de John Irving.
[51] ¿Sólo entonces?
[52] Conseguir es verbo muy utilizado en Venezuela. “Voy a ver si me consigo empa­tar (ligar, emparejar) con una negrita pa el bonche de aluego”. “Ayer me conseguí una cachucha (gorra) divina”.
[53] Tequeños los más afamados.
[54] “Trancó” dícese allí.
[55] Hermanito, amigo.
[56] Desarreglado. Desmejorado.
[57] Valiente.





























































12 comentarios:

  1. Un ciberamigo granaíno, te conoció, yo, por estar aburrido le estaba hablando de mil cosas y me mandó tu blog para que me pusiera a leer y le dejara en paz. La historia de Clara es apasionante, vaya mujer! estoy loco por conocerla! Me llamo Luis Andrés (dos nombres, como de culebrón) Gomes (con S por padre portugués) y Pérez (por mi madre, guaireña) Nací en Catia la Mar, la dejaste fuera en las líneas que le dedicaste al Edo. Vargas pero da igual, es tan fea como las otras ciudades. Vivo en Madrid hace 3 años y ya ni hablo venezolano. Tengo 22 años, así que no viví nada de la Venezuela saudita, pero la melancolía es la misma, da gusto leer de un extrangero una visión tan real de mi país, no sé muy bien qué escribirte, sólo que estoy muy feliz de haber encontrado tu relato, hay un artista (seguro ya le conoces) que recomiendo mucho, se llama Alexander Apóstol, es venezolano y trabaja en Madrid. Comparte contigo esa visión cariñosa, dura y crítica sobre Caracas. Un abrazo!

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  2. Ya sé lo que pasa allá. y sé lo que pasa acá. Y que no tiene solución. QUE CADA QUIEN SE LAMA SUS HERIDAS.

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  3. Extraordinariamente caraqueño este relato, ahora las cosas han cambiado un monton pero queda el recuerdo de esa Caracas setentona que proyectaba ser una ciudad comospolita y desarrollada.

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  4. Manuel,

    Soy Rodrigo hijo de Joaquín Manero, me parece que Clara eres tu mismo.

    Por cierto excelente la narración, felicidades.

    Aparte de eso, ¡Mi padre era muy pero que muy culto! y probablemente las groserías estaban bien puestas.

    Un saludo

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  5. RODRIGO, MIL GRACIAS POR TU COMENTARIO, TAN GRATO...¡QUÉ SORPRESA! TU PADRE FUÉ DE LAS POCAS PERSONAS EN QUIEN PUDE CONFIAR HASTA EL FINAL. LO DE LAS PALABROTAS LO PUSE COMO ANÉCDOTA COLORISTA...SI TE INCOMODA, ME ESCRIBES Y LO SUAVIZO...SÍ, TU PADRE ERA CULTO Y SENSIBLE, PARA QUIEN SUPIERA PENETRAR SU APARIENCIA...HABLÉ MUCHO CON ÉL DE LITERATURA E HISTORIA...¡ME GUSTARÍA TENER TU CORREO PARA ESCRIBIRTE! UN ABRAZO DE UN AMIGO DE TU PADRE

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  6. Leer el mundo blog, bastante bueno

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  7. La narración es maravillosa y la historia sino real lo parece. Enhorabuena.

    un abrazo

    fus

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  8. Manuel me encanto' el relato y sin darme cuenta me encotre' en la Venezuela de esos tiempos. Cada detalle y explicacion de los terminos coloquiales es perfecto para un lector que no sea venezolano. Como lo lograste?
    Quiero imaginar y creer que Clara eres tu y si lo fueras tendria mil preguntas que hacerte.
    Existencia real o imaginaria? No importa da en el blanco y lo deja a uno con deseos de saber mas!!!

    Sigue escribiendo y acompanando tus relatos con fotografias.
    Saludos, nancy

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  9. Manuel me encanto' el relato y sin darme cuenta me encotre' en la Venezuela de esos tiempos. Cada detalle y explicacion de los terminos coloquiales es perfecto para un lector que no sea venezolano. Como lo lograste?
    Quiero imaginar y creer que Clara eres tu y si lo fueras tendria mil preguntas que hacerte.
    Existencia real o imaginaria? No importa da en el blanco y lo deja a uno con deseos de saber mas!!!

    Sigue escribiendo y acompanando tus relatos con fotografias.
    Saludos, nancy

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  10. Amiga Nancy, muchas gracias por tu amable crítica. Creo que la delicadeza es la mano derecha de la inteligencia. Un fuerte abrazo.

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  11. Tiempo hacía que no visitaba este relato...
    Al releerlo comprendo mejor lo que ahora, pasados varios lustros, sucede en Venezuela: corrupción, pobreza extrema, compadreo entre empresarios y políticos...
    Nada nuevo, pero a peor.

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Pienso que l@s comentarist@s preferirán que corresponda a su gentileza dejando yo, a mi vez, huella escrita en sus blogs, antes bien que contestar en mi propio cuaderno. ¡A mandar!