lunes, 27 de junio de 2011

Los cipreses ( capítulo séptimo )



La vespertina tertulia de los mayores era diaria, variada en su composición y temas e itinerante. Esto último porque, según la climatología del momento, se podía reunir en la plazoleta del jardín, o en la de las tinajas, en el porche de la entrada principal o en el gran salón de la planta baja. Estaba abierta a tres generaciones: la de mis padres, la de los sobrinos mayores y la de los adolescentes, sin voz ni voto. Eran habituales los hermanos Torres López residentes o de visita en Granada, y los primos Moreno Torres, Ramos Torres y Morales. Se cuenta de algún tío, o de mi padre, que llegaban a las tertulias ya iniciadas diciendo “decidme de qué se trata, que me opongo”.
Tía Pepita, viuda, y Pilar Ramos, soltera, se quedaban temporadas con nosotros, en Los Cipreses y en Madrid. Por cierto que en aquel entonces, guerra civil mediante, ser viuda y joven era frecuente; varias de mis tías lo eran y con mérito, pues sacaron adelante a sus familias con esfuerzo y provecho ejemplares.

Otro rasgo característico de los Torres, educacional entiendo, es que no quieren perros en sus casas. Cuando mi hermano pequeño, de nombre Valeriano como nuestro abuelo, hizo la primera comunión, Pepe Ramos, el primo huérfano que vivía con nosotros, tuvo un gesto de valentía y le regaló una preciosa cachorra de pastor alemán, bautizada como Ivonne. Aquel verano la cachorrita fue la estrella y comprendí que se puede querer muchísimo a un perro, y que éstos merecen y esperan todo de nosotros, a cambio por el cariño y fidelidad que nos procuran. Como no podía ser de otra manera, tratándose de mi familia y otros animales, que diría Durrell, la experiencia terminó mal: se acabó el verano, se decretó que el perro no podía vivir con nosotros en el piso de Madrid y para allá que nos fuimos tristes, sin perro, y al colegio.

Peor fue la vuelta al veraneo de Granada al año siguiente. Ivonne estaba flaca, su mirada y su pelo sin brillo y...aún más grave, estoy convencido que el nuevo guardés, que había sustituido al jubilado Frasquito, había zurrado a la pobrecilla perra, que se mostraba huidiza incluso de nosotros. Hambre supongo que no pasó, pues dejamos dinero para su manutención. Pero... tampoco desdeño la hipótesis de que nuestros ahorros fueran malversados y gastados en humanos vicios. La parte buena de esta triste historia es que yo he aprendido a querer a los perros más que a muchas personas humanas en apariencia, pero deshumanizadas por dentro. He tenido quince años conmigo a un caniche enano que sólo me falló en el cuarto ejercicio para Notarías. Ahora tengo la perra más bonita, buena y fiel del mundo. Aquél se llamaba Gustavo y ésta, una preciosa y blanquísima jack russell terrier, responde al nombre de Clara.

Siempre fui niño de mal dormir. Leía por la noche hasta las tantas. Primero a Salgari, Richmal Crompton, Walter Scott, Agatha Christie, la colección Araluce de cabo a rabo, Jack London, H.G. Wells... Enseguida, todo lo que había en la biblioteca de la casa de Madrid: desde Armando Palacio Valdés a Blasco Ibáñez, pasando por Pérez Galdós, Pedro Antonio de Alarcón o Pereda. Me daba igual Currito de la Cruz, que Cañas y Barro, Trafalgar o la Casa de la Troya. También me apasionaron las “Mil y Una Noches”, versión de Blasco Ibáñez. El reloj de campanadas del gran salón de la planta baja de la casona me anunciaba muchas madrugadas. Y yo leía y leía... a François Mauriac, Sommerset Maughan, Harry Stephen Keller, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Axel Munthe, Graham Greene, Edgar A. Poe, Dostoyewski o Tolstoi.

Cuando cogí el tifus, calificado eufemísticamente de “fiebres paratíficas”, la temperatura me subía por la noche hasta casi el delirio. El médico dijo que me había infectado por no lavar bien la fruta. Ni bien ni mal, pensaba yo. Si coges de la huerta una ciruela claudia o unas azufaifas, o un caqui, o una granada, ¿dónde las lavas? ¿en la acequia de aguas marrones o en el estanque donde se hacía pudrir el lino antes de llevarlo a la fábrica?




Viene a cuento decir aquí que me acostumbré a cavar y sembrar con mis manos un pequeño trozo de huerto, lo que hacía nada más llegar a Granada, a finales de junio. Aprendí a utilizar la azada y el almocafre, a regar conduciendo el agua por las compuertas y sifones de las acequias y a sembrar patatas y tomates, pimientos y judías verdes, plantas todas que requieren, ya crecidas, ser guiadas con cañas para que enrecien bien y no se doblen con el peso de los frutos. Una vez pasé miedo porque me metí por unos conductos subterráneos que salvaban un ancho camino, llevando el agua de la acequia de sifón a sifón. Vi y sentí sapos, tortugas y culebras de agua. Pero no obré bien, pues aún suelo recordar aquella angustia y aquella claustrofobia.

El agua es muy importante en una vega y el sistema de riego herencia árabe. El agua, siempre escasa, se administraba por una comunidad de regantes. En verano llegaba a nuestra casería un par de veces al mes. El administrador del sistema del pantano del río Cubillas, avisaba el día anterior la hora de nuestro turno de regar para el siguiente. Igual tocaba de madrugada que al caer la tarde. Frasquito siempre me avisaba y yo siempre le ayudé, aunque en inferioridad de condiciones pues no tenía ni botas de agua ni sus manos y experiencia.

Mi madre prefería el verano de Los Cipreses al de Levante. Mi padre justamente lo contrario, como de costumbre. Para ella la casería representaba la cercanía de su mundo infantil, y también la de sus padres, que vivían en Granada capital en un piso maravilloso lleno de salones con muebles de estilo, cuartos de estar art‑decó, despachos modern style y galerías y miradores acristalados. La despensa era enorme y repleta de especias para sazonar y de plantas aromáticas y hierbas para aderezar para mí desconocidas. La pimienta blanca y la negra, el clavo, la nuez moscada, el comino, el hinojo, el cilantro, la menta, la albahaca, la alcaparra, el alcaparrón, el orégano, la hierbabuena, la hierbaluisa, el azafrán, la canela o el estragón eran condimentos generosamente empleados en la casa de Calvo Sotelo. Las matas o ramas de laurel, de tomillo y romero colgaban de escarpias en las paredes.

La abuela Emilia siempre tomaba el té con unos granos de anís y una “nube” de leche. Su ama de llaves se llamaba Ángeles y Don Cecilio era el contable. Los Rojas eran gente de dinero, con fincas en la vega pero también olivares en Jaén, fábrica de chacinas en Maracena y creo que con intereses en la azucarera San Isidro y en la compañía de tranvías granadinos. Dicen que entre guerras exportaron con gran provecho sus cultivos de azúcar de remolacha y sus fábricas de productos del cerdo.
De la familia Ballesteros no me queda recuerdo histórico, sólo una vaga imagen de bellas y elegantes damas con pamelas de época y la sonoridad de un apellido cada vez más alejado para mis descendientes. Las tías Ballesteros tenían nombres rotundos, con personalidad: Visita, Asunción, Carmela y Rosa, que emigró a Buenos Aires. Parece ser que las tres familias pudientes de Maracena eran los Rojas, los Ballesteros y los Martínez‑Cañavate, clanes que, como no podía ser de otra manera, emparentaron entre sí. Por eso yo llevo todos esos apellidos, más los que provienen de la rama Torres.
Curiosa cosa es la dedicación de los Rojas y de los Martínez‑Cañavate a la cría del cerdo. Dos pequeñas recuerdos, de oídas, al respecto, según cuenta la tradición familiar. La primera es que el hermano mayor de mi abuelo, Don José Rojas, quien murió joven, pastoreó una vez una piara de ganado de cerda de quinientas cabezas desde Extremadura a Granada, con un grupo de jinetes estilo farwest y él al frente, de caporal. Llegaron vivos trescientos cincuenta animales. Otra, que dice mucho del afán emprendedor de los Rojas, pero que no se compadece con su fama de ricos, es que se adelantaron a su tiempo abriendo, las veinticuatro horas del día sin interrupción, una tienda de chacinas en Granada capital. Durante el turno de noche, se descansaba en un catre debajo del mostrador. Esto último era común en el comercio, pero practicado por los aprendices. No sé qué hay de cierto en estas historias, pero yo doy más crédito a la primera que a la segunda.

Mi abuelo Enrique era elegante, siempre con chaleco y leontina, sombrero y bastón con puño de plata. Tenía los ojos azules, la tez muy blanca y el pelo rubio claro. Bien parecido, gustaba de tertulias y espectáculos. Dicen que era muy aficionado a las señoras. Una vez me llevó al Aliatar Cinema a ver una película clasificada 3‑R (mayores con reparos ). Fue nuestro secreto. En la taquilla le dijo muy serio a la encargada que su nieto pagaría las entradas. Yo le miraba perplejo y él con la contera de su bastón tocó mi hombro y me llamó “mal pagaor”. Murió cuando yo tendría doce o trece años. Alguien me habló entonces de que había dejado parientes ilegítimos. Cosas de pueblo, supongo. O no, vaya usted a saber.

Mi abuela Emilia fue toda una belleza de joven. De mayor diabética insulinodependiente. Presumida, siempre. Recuerdo al practicante hirviendo la jeringuilla, que tenía el émbolo azul oscuro, y mirando al trasluz cómo la gota del fármaco asomaba por la punta de la larga aguja que había sacado de una cajita de acero brillante. Mi abuela suspiraba mucho (¡Señor,Señor!) y tenía mucha sorna. Mandaba en la casa y dejaba en paz a su marido para fuera de ella. Debieron de haber firmar un tratado de no agresión.
Doña Emilia vivía en un mundo coqueto y femenino, cuidada por una hija solterona y por un nutrido servicio doméstico. Cocinera, doncella, asistentas, planchadora, costurera. Los hombres de la familia no entraban en sus habitaciones, y mucho menos en su cuarto‑tocador o en su baño. Yo sí entré alguna vez en el gineceo de la abuela, seguramente por no contar oficialmente aún con uso de razón. Nunca he visto ni veré nada tan... genuinamente femenino. Centenares de potes, tarros y frascos de cremas, pomadas y polvos. Infiernillos para calentar tenacillas, bigudíes, una hilera de barras de labios, cajas y cajas de medias de seda, untes de brillantina para el pelo, tintes de todas clases... Los perfumes, franceses y en delicado cristal de roca, ocupaban una mesa entera.


Doña Emilia llamaba constantemente a su hija solterona “Mariquillaluisa” y la atosigaba tratándola con sorna de “coneja” y “luchona”. La tía María Luisa murió con el juicio perdido y su mirada de niña. Todos sus sobrinos somos deudores del inmenso cariño que nos dio en vida.




( la acuarela de arriba es obra de Manuel Alejandro ; la foto de en medio pertenece a la colección de Carlos Sanchez y la de abajo está hecha por este modesto autor. Se trata de mi perra Clarita )


12 comentarios:

  1. Me encanta perderme de tu mano en Los Cipreses, y tumbarme a leer viajando por el timepo y espacio, soñando vidas que de otro modo nunca serían posibles.

    Un beso

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  2. Amigo Manuel he disfrutado mucho y muy bien de la lectura de todos los capítulos hasta llegar al séptimo capitulo de hoy :Los Cipreses.Capitulo a capitulo y me imagino la de noches que te has quedado despierto leyendo y escribiendo desde pequeño , y de mayor a hasta el día de hoy, para contar tu interesante, cálida amena y real historia.
    Vamos a por el siguiente capitulo, tu a seguir escribiendo y yo a seguir leyéndolos desde aquí en tu espacio de blog. Venecia- la Habana.

    Besos de MA y mi cariño para ti desde tierra granadina.

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  3. ¡Gracias Pilar! Mi mano permanece firme y tendida para tí. Abrazos

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  4. ¡Gracias MA! Debo pensar en que conviene ir cerrando este saco de recuerdos. Besos

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  5. Ha sido un placer. ¡Bravo, bravo! entenderás por qué digo que provocas la ovación.
    He tomado de mis anaqueles la guía del naturalista de Durrel y dice así: "Salid al mundo de la naturaleza,saludadlo con curiosidad y disfrutad de él.
    Me ha gustado tanto tu entrada de hoy que yo como tía Pepita quisiera quedarme una temporada pero veo que pasas página.
    Besos Manuel y buen día.

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  6. ¡Ay de mí, querida Loli! Ojalá pudiera encerrarme en Los Cipreses, contigo de invitada permanente...
    Estoy escribiendo/reescribiendo el final que ocupará dos o tres capítulos más. No deseo cansarme ni cansaros.
    ¡Millones de gracias y de besos!

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  7. Pasearme por tus recuerdos de tu mano me hace sentir una voayer privilegiada
    Mis besos

    Ah! mi grumete manda recuerdos a tu Clarita, es que es todo un seductor, a mi me tiene totalmente enamorada

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  8. Cuando en mis recuerdos, (por nacimiento tardío en la vida de mi familia) sólo permanecen las imágenes de mi niñez con mis padres, primos y sobrinos de mi misma edad, me traes a la memoria los relatos de mi madre en las noches de invierno, de una vida entre casonas donde una larguísima familia se arremolinaba en torno a los abuelos y bisabuelos de los que únicamente guardo la visón de su existencia en fotografías amarillentas de nostalgia en los baúles del desvan.
    Gracias mi niño Manuel, por unos años que no viví pero rememoro en tus recuerdos de cipreses.
    Un beso entre fotos de tiempos ajenos.

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  9. ¡Millones de gracias, amiga y compañera María! Entre nosotros hay una especie de muda inteligencia entre nuestros recuerdos, no siempre coetáneos. Te beso

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  10. ¡Gracias mi querida dama de los cuarenta! Por cierto, cuidadito con tu Grumete, que nunca he querido cruzar, ni cruzaré a Clarita...¿Con qué "posibles" cuenta ese "sietemachos" de perrito? Abrazo fuerte.

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  11. Es tu historia una historia preciosa. Qué bello capítulo! Gracias por compartir tu vida en tus letras. Doble recompensa para el que no se pierde la oportunidad de conocer tu origen, pues va "reviviendo" contigo todo aquello que has vivido y que sigue intacto en tu memoria. Es un relato muy rico en todo. Hasta se alcanza a oír tu voz y el tono.

    Un abrazo.

    Ps: Seguiré otro día el más reciente capítulo.

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  12. Me gusta venir aquí. Así que no hace falta que me lo agradezcas, no alimentes esa parte de mi ego, aunque me veas a mí agradecer.

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Pienso que l@s comentarist@s preferirán que corresponda a su gentileza dejando yo, a mi vez, huella escrita en sus blogs, antes bien que contestar en mi propio cuaderno. ¡A mandar!