yo era un zagalillo que miraba como un mochuelo.
Hacía mucho frío y en el campo cantábamos a las niñas:
“Aunque me des veinte duros

no voy contigo al pinar
porque tienes sabañones
y me los puedes pegar”
Las nenicas, más dotadas para la lírica y para volverle loco a uno, respondían: “…que quiero a un labradorcico
que coja sus mulas y se vaya a arar
y a la media noche
me venga a rondar”.
Me pasé, como siempre, al bando de las chicas y terminé la coplilla como pude:
“… con la pandereta, con el almirez y con la zambomba que rezumbe bien”.
El frío no sabía que a la vuelta de la esquina aguardaba el calentamiento global. Yo tenía la piel que va desde donde terminaban las perneras cortas del pantalón corto más resquemada que hábito de fraile y más encarnada que el batallón de El Campesino.
Pregunté a mamá:
- ¿Hasta cuando debo llevar pantalón corto?
La madre amantísima y clementísima me dijo:
- La costumbre es llevarlos hasta la pubertad, en que te pondremos de bombachos.
Las ocasiones hay que cazarlas al vuelo, como a las perdices, y las zalamerías se usan a mayor abundamiento:
- Si es costumbre será que no es ley. Dile a padre que tengo la cara interna de los muslos como San Lorenzo después de pasar por la parrilla y que lo de la pubertad, que es circunstancia de geometría variable, puede esperar, pero yo no.
Mi madre correspondió a mis floreos con un beso que todavía llevo clavaíto en el cogollo del alma.
Sin esperar a la fiesta de los Reyes Mágicos, mi madre me llevó al sastre señor Espada en la calle Caballero de Gracia. En una nonada de días iba yo con los bombachos más contento que Chopillo.
Tiempo después me contaron que mi madre abordó ante mi padre la cuestión de mis entrepiernas con un adorno andaluz:

“¿Qué tiene er niño, Migué?
Anda como trastornao…
Le encuentro cara de pena
y el colorsillo quebrao”.
Y colorín, colorao, este cuento se ha acabao.